Parte 9

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Genelle miró el reloj, nerviosa, y el conductor se percató de ello. Quiso saber si sucedía algo y ella le explicó que quería ir al banco para poder ir a comprar pero que ya era hora de cierre y no le iba a dar tiempo. Él, apenado por entretenerla tanto, le dijo que la llevaba, que le indicase a cuál. Cuando le mencionó la entidad, él sonrió. La calmó y le pidió que se relajase porque, aunque estuviesen cerrando, la atenderían. Así fue, al llegar las puertas estaban cerradas, pero Doyle hizo una llamada desde su teléfono móvil y les abrieron al instante. Resultó que el director era un gran amigo de Graham, además de cliente suyo. «Suertuda», se dijo Genelle.

Cobró el cheque y marcharon de allí. Al llegar se despidió de su nuevo jefe y montó en su coche, poniendo rumbo al supermercado. Realizó la compra y la repartió por los muebles de su cocina. Salió nuevamente para ir al videoclub a seleccionar una película para más tarde. Al regresar a casa, se dio un largo baño y echó la siesta. Seguía en las nubes, pensando en lo increíblemente genial que estaba siendo aquel día.

Tumbada en la cama, sobre el costado derecho, repasaba los acontecimientos. Alma, el juicio ganado, la jugosa indemnización, montar en el increíble y único vehículo de Graham Doyle, comida en un restaurante francés junto a dos hombres apuestos —todo había que decirlo— y una oportunidad de empleo que creía inmejorable. ¡Increíble día! ¿Se podía pedir más? No tardó en quedarse dormida, completamente relajada, y descansó como nunca. Al despertar siguió con sus planes, sumida en una calma absoluta.

La mañana siguiente, acudió al bufete a llevar los documentos y aprovechó para ir de tiendas. Necesitaba comprar ropa y calzado, como se le indicó, pues la que tenía no serviría ni por asomo. Visitó varios establecimientos, para ver precios básicamente, y en algunos de ellos no se sintió bien recibida. Esos, los descartó automáticamente, no merecían que comprase nada allí.

Tras unas cuantas horas y decenas de tiendas visitadas, regresó a casa ciertamente cansada.

En los días siguientes, compró la ropa adecuada y fue a la peluquería a sanearse el cabello que estaba en un estado deplorable, se dedicó a pagar en su totalidad los créditos que tenía, aprovechó para llevar a reparar por completo el coche ya que no lo iba a utilizar en varios días y abrió una cuenta de ahorros en la que ingresó una parte considerable de lo obtenido aquella semana. Pensó en ello detenidamente y creyó que era una buena idea, pues así tendría dinero del cual disponer en caso de quedarse de nuevo sin trabajo, fuese cuando fuese. No quería, ni podía, imaginar que algún día eso sucediera y no pudiera hacer frente a sus pagos. Decidió que, además de ese importe ingresado al abrirla, seguiría destinando el sobrante de su sueldo a final de mes al mismo fin y bajo ningún concepto, excepto quedar en paro nuevamente, lo tocaría.

Llegó el lunes y acudió al bufete a la hora indicada. El día transcurrió bien, se presentó ante sus compañeros y se adaptó al puesto sin problemas. Se la veía contenta de estar allí, y así era ciertamente, pues todo le agradaba, sobre todo poder ver a Alma y charlar con ella.

El tiempo fue transcurriendo, mes tras mes. Recorrió tantísimas veces aquel edificio y vio a tantísimas personas una y otra vez que, con toda probabilidad, era la empleada del Wallaby Tower conocida por mayor número de trabajadores y quien conocía el lugar con mayor precisión.

Viajó en un par de ocasiones, junto a Graham una de ellas y con Jim y otro abogado en la otra. Aprendió francés y español, y trataba de aprender alemán, pero parecía costarle más. También hizo varios cursos de administración y gestión de empresas, a los cuales asistía como condición del puesto. Se convirtió en una pieza importante para la mayor parte de los integrantes del bufete, trabajaba como el que más y se esforzaba al máximo en todo.

Esa etapa era la mejor de su vida, sin duda. Pero todo lo que sube, baja, y también a ella terminó por llegarle el momento del retroceso. Jim falleció en un accidente de coche y, tras ello, todo cambió. Sus acciones fueron compradas por socios y accionistas minoritarios lo cual, para desgracia de Genelle y sus compañeros, supuso un duro golpe para la empresa. Entre aquellos socios, un pequeño grupo se unió y en una reunión propusieron realizar una reducción de personal. De algún modo lograron influenciar a todos, excepto a Graham, quien se opuso con resistencia de hierro. Aun así, no logró nada pues, poco tiempo atrás, había otorgado a su hijo el quince por ciento de sus acciones, para que comenzase a tomar parte en la compañía y adquiriese responsabilidades. Por tanto, cuando todo se desmoronó ya no era el socio mayoritario de Graham&Jim. La situación se le fue de las manos, resultando el despido de una veintena de empleados, entre ellos Genelle. Así, tristemente, finalizó su segunda etapa en aquella empresa.

Durante unos tres meses y medio estuvo sin trabajo, tirando de lo que tenía ahorrado para casos como ese, llamado por ella "El flotador". «¡Gracias al cielo que decidí reservar este dinero!», se decía continuamente.

Una tarde, recibió una llamada con número restringido. Decidió responder en el último segundo, y se sorprendió al tener al otro lado del aparato al encargado de personal del Wallaby Tower, quien se encargaba de contratar y despedir a guardas de seguridad, bedeles, y demás puestos ajenos a las empresas alojadas allí. El señor en cuestión le ofreció un empleo, pues era conocida allí y era consciente de que se sabía cada detalle del lugar al dedillo y que era muy competente.

El sueldo era menor que el que tuvo anteriormente, las condiciones eran similares pero sin seguro médico, ni dietas ni cosas de ese estilo. Aun así, no dudó en aceptarlo. Al fin y al cabo, un empleo era un empleo, ¿qué mejor que uno en un lugar que ya se conoce?

De este modo tan casual, aceptó la propuesta y comenzó, tres días después, su función de recepcionista en el hall principal del Wallaby Tower, justamente dos años y medio atrás.

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