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Lady Portia Featherington era conocida por muchas cosas y una larga lista procedía alrededor de las personas cuando la mencionaban pero, habían dos cosas que la destacaban: su melena roja y su gusto por los colores llamativos y demasiado alegres.

Sus dos primeras hijas eran muy guapas y a menudo recibía cumplidos por las espléndidas facciones que poseían sus retoños, sin embargo las críticas por sus vestuarios no faltaban.

—¡Si tan solo pidiera consejo de alguien como Lady Bridgerton, vestiría mejor a las chiquillas! —comentaba Lady Danbury —. Quizás si me dejará interferir, en menos de dos meses ya estaría libre de sus responsabilidades como casadera.

—Le aseguro, Lady Danbury, si me permite, que el vestuario es lo de menos, son buenas niñas —le respondía la Duquesa de Hasting  —. Y un caballero, uno de verdad que no esté interesado en una dote, querrá conocer su alma y no solo apreciar los detalles físicos.

Al menos Prudence y Phillipa tenían la oportunidad de ser vistas, pero y Penelope? No, ella, desde luego, no era ni siquiera una mancha en un zapato para la sociedad.

Era demasiado doloroso ignorar a tan bello ser, con un sentido del humor excepcional y la inteligencia más pura e interesante que nadie podría tener. Era una verdad reconocida que, la mayoría de las personas, vivían del que decir, del deseo de la suma de una dote y la posición.

El amor era tan poco usual, así como cualquier par de ojos que realmente quisieran ver más allá de la tercer hija de Lady Portia Featherington, vestida como un girasol sin gracia.

—Mamá —llamó Penelope una tarde, en medio del salón de estar. Pilló a su madre revisando sus cejas.

—¿Qué? —respondió Lady Featherington, bajando la cuchara de plata.

—Iré con la modista. Ya es tiempo de que vaya aceptando que seré una solterona y como has dicho tú: vamos a envejecer juntas, así que, voy a vestirme como deseo y no para buscar un marido.

Cualquiera creería a la pobre Penelope una tonta pero, de eso ni un pelo. Usó esas palabras condescendiente para poder manipular a su madre y que esta la dejara hacer lo que quisiera.

Lady Portia frunció el ceño. Desde luego, amaba a Penelope y quería lo mejor para ella, no obstante, si su hija deseaba vestirse como se le diera la gana, ella ya no iba interferir.

—Bueno Penelope, todavía tienes dieciocho, pero esta maldita sociedad ya te ha condenado, puedes vestirte como quieras de todas formas, no creo que tu gusto supere al mío.

Su madre volvió a revisar sus cejas y Penelope salió de ahí, con su doncella y una sonrisa en los labios.

Al salir de la mansión, procuro caminar rápido. No deseaba ser vista por ningún Bridgerton, en especial por Colin y Eloise.

Había pasado tanto tiempo en el campo, meditando, suspirando, llorando y superando; un día decidió parar ese sufrimiento injusto.

Si ella no se valoraba ¿Quién más iba hacerlo? Prefería quererse ella misma a sentirse completamente miserable, de nuevo.

Pero, ese día no iba ser uno muy bueno o eso pensaba. Cuando Penelope salió de la mansión Featherington, el mayordomo de los Bridgerton tocó a su puerta y se encontró con el mayordomo de los Featherington.

Penelope, que iba avanzando como si fuera un caballo al que le dan latigazos, quedó con la duda. Suplicó porque no fuera algo relacionado a ella.

—¡Señorita Featherington! —exclamó Madame Delacroix con una alegría contagiosa al reparar la figura de la Penelope cuando la vio entrar.

Cortejando A Penelope Featherington Donde viven las historias. Descúbrelo ahora