Epílogo. Mi palomita blanca.

126 8 7
                                    

E P Í L O G O

🕊

Mis días se basaban en nada, era mi cuerpo pero no era yo.

Levanté el torso, abrí los ojos lentamente para acostumbrarme a la luz del sol, aún así no los podía abrir por completo, seguramente estaban hinchados. Mire el teléfono encima de la mesita de noche, ocho y quince, llegaba tarde de nuevo.

Me levanté con pereza, entre al baño para tomar una ducha fría para avivar los sentidos. Como rutina agregaba unas cuantas lágrimas en la ducha antes de salir, las contuve para no parecer que me había picado una abeja en el rostro. Lo bueno de vivir sola en estos momentos era que no había nadie que me regañara por dormirme a las cuatro de la mañana y despertarme tarde.

Volvían las mañanas monótonas, pero con algo extra, que dolía, y hacía que yo quisiera tirarme al suelo y hacer una rabieta. Se sentía pesado levantarme cada día. Por los pasillos no había ningún ser vivo, lo cual me permitía caminar sin agachar la cabeza de vergüenza.

Según yo, le prestaba atención a la clase.

—Señorita Paige —me llamó la señora rubia. Levanté la mirada para encontrarte con la suya penetrante. —¿Todo bien? —sentía todos los ojos encima de mí.

Asentí despreocupada.

Había pasado un mes desde lo sucedido. Ya no quería seguir asistiendo, no sentía la suficiente fuerza como para sentarme aquí y prestar atención. Ahora dudaba sobre mi beca en Londres..., ir allí sería como ir directo a mi propio hoyo de depresión. No podría sobrevivir.

A la salida el ruloso me tomó del brazo, acompañándome hasta mi casillero.

—¿Quieres que te acompañe a casa?

—No.

Era raro que mis amigos siguieran a mi lado después de todo un mes ignorándolos y aplicando la ley del hielo; más compasión por mi no la necesitaba.

—Ava, estoy aquí para ti —veía sus ojos relajados mirarme con tristeza.

—Lo sé —agregué, alejándome de él.

Ethan fue lo mejor que me pudo haber pasado en muchos años; tenía la idea de que el amor era algo nefasto, sin sentido y que solo te destruía, pero él cambió todo eso en meses. Él me enseñó que existe ese amor que no es asfixiante, que no te roba la vida sino que te daba años extras, pero de nada sirvió, igualmente se llevó un pedazo de mí de la forma más caótica que podía existir.

De un día para otro ya no lo tenía, ya no escuchaba su risita contagiosa, su voz grave, su pequeño hoyuelo en la comisura de su labio, el casi inexistente lunar en su mejilla. No había nadie igual a él, o al menos eso quería demostrarle a mi cerebro. El trabajo también dolía, dolía porque allí también estaba su presencia y no me apetecía estar donde lo tuviera que recordar, porque su recuerdo dolía, y mucho.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, dirigiéndome al cerrojo y entrar a la casa.

—Quería saber cómo estabas —solté mi mochila en el sofá.

—Estoy bien —la miré por encima del vaso de agua que tragaba con rapidez, ahogando las ganas de lloriquear.

—Supongo que irás de nuevo después del trabajo —se sentó en el sillón de cuero.

Otro atardecer Donde viven las historias. Descúbrelo ahora