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Tedros Reever.

Adele Wrinfill, la chica de belleza cruel e inteligencia despiadada, la perdición y el deseo de cualquier hombre o mujer, se encontraba de pies al borde de la cama que engalanaba el elegante cuarto de hotel; dejando al descubierto su extasiante desnudez frente al jóven Owen Brown. Esperaba cautivarlo, anhelaba tenerle.

Ella era un ser que desde niña se había forjado a parecer majestuoso, arrogante e inquebrantable, como si fuese parte de la aristocracia; seguro cualquiera hubiese jurado que lo era. Su belleza no tenía límites, los estándares de la perfección en ella no encajaban, la perfección era ella misma.

Sin embargo, frente a él se desvistió, y no fué con el hecho de hacer caer la bata de seda y exponer su pálido cuerpo a plenitud, sino al abrir su corazón de la misma forma en la que lo había hecho de niña. La noche del noveno cumpleaños de Owen, cuando le ofreció una margarita y le ordenó que le besara. Dejando atrás las barreras y poniendo en bandeja de oro su realidad, mostrando con orgullo sus grietas y fragilidad.

Una rosa de cristal. Sí, si aquella escena fuese retratada en un intento de pintura, seguro así sería titulada. Y es que Adele en esencia eso era, una obra de arte, débil y peligrosa, una coraza de metal ocultando su fiereza e ingenuidad. Era fuego y agua, unas garras hirientes y una dulce pomada, osada y calculadora, una lucha constante entre los grises y la oscuridad.

Cuidado, nadie debería quebrar una estatua de cristal o de lo contrario tomaría el riesgo de ser herido por el filo de sus piezas.

Él le miraba perplejo, con un poco de incertidumbre y reproche. Sudaba sin parar debajo de aquel abrigo opaco que casi acariciaba el gélido suelo del acogedor recinto, se encontraba avergonzado, aquella situación sobrepasaba los límites.

No tuvo que esforzarse para comprender que todo se trató de una trampa, y como ingenuo pez había comido de un bocado el anzuelo. Debió haberlo sospechado, eran muchas las señales: aquella hermosa y desconocida letra grabada dócilmente en el impecable papel, el dulce aroma que fácil podría ser confundido por el de la miel y cada una de las palabras que sugerían tanto pero a la vez carecían demasiado.

Adele había aprovechado la información que poseía, sin exponer muchos detalles para no arriesgarse a ser descubierta, utilizando lo necesario para hacer caer a la presa. Sólo alguien con la sangre tan fría podría haber escrito un arrepentimiento tan vano.Y estaba allí, delante suyo, con una filosa sonrisa y una mirada inescrutable, con sus dóciles curvas al descubierto y aquel collar de rubíes muy por encima de sus senos perfectamente posicionados.

—Vístete de inmediato —ordenó Owen, dando fin al silencio—. Te estás deshonran...

Adele le interrumpió con un siseo al tiempo que llevaba el dedo índice a la altura de sus labios carmesí, proclamando silencio.

Aquel cuarto era un paraíso, ella era la diosa y él el inocente pecado.

—No te atrevas a rechazarme. No de nuevo —sentenció, mirándole con superioridad. Se mordió el labio con impotencia y sus mejillas se tornaron coloradas, y no por el hecho de sentirse avergonzada—. Te he esperado durante mucho tiempo, y te esperaría toda una vida si es necesario. Ya te lo dije, hoy soy tuya, esta noche me proclamo tu esclava. Si me lo pides me arrodillo ante tí y lamo tus dedos, he de mutilar mi piel y arrancarme el corazón si es el deseo de su merced.

Owen no se inmutó ante sus palabras. En cambio, ella aprovechando toda la atención del joven se dejó caer lentamente sobre el borde de la cama, donde tomó asiento separando las piernas en una vulgar invitación.

El chico palideció, sintió que su garganta crujía de lo seca que estaba y su pecho se quedaba sin aire. Dió por hecho que nunca se había sentido más avergonzado, sus mejillas ardían al tiempo en reprochaba en silencio a su cuerpo por la manera en que reaccionaba a los estímulos de la joven.

Noches de Penumbra y Melodía [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora