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Tempestades desatadas.


A medianoche, entre la penumbra de un crepúsculo sin luna y la frialdad de un viento despiadado, murió Alfie Thierry en 1752. El mundo había perdido al mejor pintor de la década; sin embargo, los estigmas y prejuicios celebraron su partida como si de un hito se tratase.

Unas semanas después, a las tres de la madrugada Lucas Pierre se lanzaba de lo alto de un risco, atormentado por la terrible muerte de su amado Alfie Thierry, aborreciendo la vida y maldiciendo a la muerte.

Pero la muerte resentida por las maldiciones que Lucas le había lanzado le rechazó, y le maldijo de vuelta, a sufrir eternamente la pérdida de su amado. La vida, ofendida por el acto de suicidio del joven y el quiebre de su perfecto orden, también contribuyó a la maldición que la muerte había lanzado sobre él, añadiendo que no sólo iba a vagar eternamente sino que tocaría aquella melancólica melodía que había compuesto para Alfie desde la medianoche hasta la hora en que se quitó la vida.

La vida y la muerte le rechazaban, así que no estaría ni vivo ni muerto, estaría maldito en la nada.

Pero no era todo, aquella maldición no sólo le dañaba a él, también a su amado. El Omnipotente, guardian de las almas, accedió a los deseos de la muerte que indicaban sentenciar a Alfie Thierry a una resurrección constante, en la que vida tras vida siempre conocería a Lucas Pierre, escucharía su música, le dedicaría una sonrisa, lloraría a su lado y le amaría, también le ofrecería ver como la vida se le fuese arrebatada. Una vez trás otra, como una cinta de vídeo que se repite, como el vaivén del dolor hiriente de cuando se pierde a quién se ama.

Sin embargo, también incluyó una condición. Aquella resurrección ocurriría hasta que el alma de Alfie ya no pudiese quebrarse más o cuando al fin...

—Es cómico, cuando me hablaste del accidente por primera vez imaginé que iban en un automóvil pequeño y frágil o quizás en una camioneta como la que utilizaba Oswaldo en ese entonces, no hubiese imaginado que irían en un carruaje con corceles y ruedas gigantes, como esos de los cuentos de hadas —rió Owen en un murmullo, tiempo después de que Lucas terminara de relatarle la historia.

Se encontraban muy cerca, sentados uno al lado del otro sobre aquel escritorio, por ende no se les dificultaba escucharse en lo absoluto. Ambos miraban hacía el frente, una que otra vez Lucas volteaba a mirar a Owen y el muchacho le correspondía, pero era en fracción de segundos. El mayor se resistía a aquel nexo tan poderoso que nacía cuando su mirada se encontraba con la de su amado. No podía debilitarse, no debía hacerlo.

Las tenues luces de las bombillas parpadeando eran el reflejo de la inestabilidad emocional en la que se encontraba Lucas; sin embargo, la crudeza en sus palabras y la frialdad en su rostro no le dejaban al descubierto.

—Eras muy pequeño —señaló—, además no proporcioné tantos detalles.

Owen asintió, quedándose en silencio por otro largo rato. El acento francés en cada palabra que escupía Lucas bailaba lentamente en su cabeza. Todo aquello caía como una avalancha sobre su existencia, arrastrando todo a su paso con fiereza. Ya el futuro perfecto que había imaginado junto a Asher se encontraba tan lejano que lo percibía como una maraña de sombras imposibles de alcanzar, y tenía miedo, porque no iba a perdonarse nunca si llegaba a causarle daño. Él no lo merecía.

Al fin lograba encontrar significado a muchos de los sueños recurrentes que se adueñaban de sus madrugadas. Aquellas estatuas de mármol con placas de oro que señalaban diferentes nombres eran una representación de cada una de sus vidas, al igual que aquellos sueños que no eran más que divagaciones en los recuerdos de sus antepasados, de aquellos de los que poseía un pedazo del alma.

Noches de Penumbra y Melodía [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora