5. Teniente

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—¿Eh? ¡¿Me escuchas?!

El grito me sacudió de un susto. Me llamó uno de los clientes golpeando su vaso sobre la madera de la mesa. Levanté mis ojos del libro molesta, frunciendo el ceño. Me tiré del taburete con un resoplo.

—Quiero más, ahora —ordenó.

Dejé el volumen bajo la barra. Cogí la botella de Corazón de Quimera que había sobre la balda y la abrí de mala gana. Salí de detrás del mostrador mirando directamente a ese tipo. Un Lucero como nosotros.

Un cliente habitual de esos que desearías que al salir del local se abriese la cabeza con el último escalón y no volviera. Esos tipos que no sirven ni de carne para estofados de mi tía.

Golpeó el vaso de nuevo, insistiendo. Me planté ante él, matándole con mis iris sobre ese feo rostro que poseía: arugado, sucio, desaliñado y verrugoso. Le serví un trago largo. Bebió rápido.

—¡Este licor está aguado y sabe asqueroso! —gritó a pulmón. Él me miró con desagrado—. Que color de ojos tan horrible tienes.

Morados, por mi cabreo y el cansancio. Elevé mis cejas.

—Si tan poco te gusta este sitio, puedes irte cuando quieras. Nadie te obliga a estar aquí —contesté con letalidad.

Me dispuse a apartarme de forma digna. Su mano palmeó mi trasero. Mi puño su nariz en segundos.

La sangre le corrió por la boca. Me quedé mirándolo dispuesta a reventarle de nuevo el tabique. Él estaba enfadado y asustado al mismo tiempo. Un par de tiparracos, clientes habituales, miraban la escena desde sus respectivas mesas. Levanté mi rostro, airosa, orgullosa.

—No vuelvas a tocarme.

Escupió su sangre sobre mi camisa. Cuando iba a golpear su rostro de nuevo la mano de mi tío me interceptó.

—Caballero, si es usted tan amable de pagar sus consumiciones y abandonar nuestro local le estaríamos agradecidos.

—No voy a pagar por esta mierda de bebidas, y por unas putas tan desagradecidas.

Me avancé, dispuesta a meterle otra tanda de ostias. Mi tío me detuvo.

—Váyase entonces, y que el diablo se cobre su deuda —invitó mi tío.

Me miró de soslayo rogándome que me detuviese. El tipo se levantó a trompicones del banco de madera. Hizo un camino tortuoso hasta la puerta y fue bajando los tres escalones con traspiés, deseé que se matase ahí mismo. Ese hijo de puta se puso a gritar por la calle:

—Este sitio es una porquería. ¡No entréis, es un burdel lleno de viciosos asquerosos, borrachos y putas flemáticas, flacas y mal folladas!

Estuve por correr hacia afuera y reventarle los huevos a patadas. Apoyé la botella contra la mesa, dejándola en un golpe seco. Los ojos rojos de mi tío se corrieron sobre mí.

—Emmanuely Da Miechi, relájate.

—Esa palabra ha cabreado a más gente de la que ha relajado, no funciona —espeté.

Cuando la voz del tipo hubo desaparecido del exterior Bael suspiró rendido.

—Ve a descansar, yo me encargo. Solo te quedan un par de horas de turno —Dejó un beso tierno sobre mi sien y olió mi cabello—. Y báñate, que hay agua limpia en la tina.

—No he tenido tiempo hoy.

—¿Hoy? Ni ayer, ni anteayer... Ni el pasado... —Reí disimuladamente— Vete, mereces un poco de descanso.

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora