Abrí mis ojos de un latigazo para ver el cuerpo de ese monstruo sobre mí. Apresándome con el peso de todo ese musculo. Me giró y me apretó el cuello contra el colchón, observándome detenidamente.
Tapo mi boca y mi nariz con fuerza, asfixiándome y sin dejarme pedir ayuda. Levanté mis manos hacia su cuerpo y lo arañé. Lo pellizqué, lo golpeé con fuerza sobre el antebrazo.
Apreté el interior de su codo, del brazo con el que me estaba ahogando. Hundí mi pulgar sobre el tendón principal y lo clavé con todas mis fuerzas, haciéndole imposible seguir apretando. Liberé mis piernas, enroscándome en su cintura, le pateé la entrepierna y cogí impulso para separarme de él. Forcejeé contra sus manos y el peso de su cuerpo.
Cuando logré apartarme de él me desplacé fuera del colchón, buscando algo que arrojarle, algo que le hiciera perder tiempo para yo desaparecer por la otra ventana.
—¡Ven aquí maldita furcia! —Pateé su rostro.
Su mano atrapó mi pierna. Pude sentir que sus dedos iban a abrirme la piel. Estiró mi cuerpo hacia él. Rompió los botones de mi camisa. Dejándome el pecho al descubierto.
Le escupí en la cara. La bajó hasta mí, y le golpeé la nariz con mi mano. Tras tirones y golpes logré levantarme. Él también. Quise huir escaleras abajo, pero me tenía de nuevo. Su rostro amoratado y entumecido, el mío también. Apenas podía respirar. Choqué con las sábanas.
Tiré de una de ellas y se la eché sobre la cabeza. Buscando que ese hijo de puta perdiera el oremus y poder yo correr. Huir.
Él trastabilló. Perdió la orientación y subió de pie sobre el colchón. Hundiéndose en los huecos y los bultos de ese, buscando la salida de este mientras daba vueltas sobre sí mismo.
Yo quise echar a correr, pero tal y como estaba ese monstruo, podía hacer algo mejor. Me acerqué a él y solo hizo falta una leve presión sobre su espalda.
Solo un simple empujón, y voló.
Los tres pisos de caída fueron rápidos. En un instante yo escuché el crujido de su cuello al romperse contra el suelo. Como si rompieras una rama gruesa contra la rodilla. Un rugido de los huesos que colapsaron por el peso de su cuerpo.
En segundos, la sábana era una mancha bermeja.
Edmond se quedó un suspiro en su posición, asimilando lo que tenía frente a él.
Las manos del chico se aferraron a la sábana, corriéndola para ver que, efectivamente ese cuerpo que yacía inerte ante sus pies era su amigo.
Gritó. Aulló de dolor, un chillido inexplicable que petrifico el mundo por un segundo. Se tiró de rodillas al lado del cadáver, apretándolo contra su pecho y acunándolo.
Yo podía sentir su poder, podía percibir un chillido agudo, un chirrido de metal, como una espada rasgando un escudo. La magia. Podía escuchar su magia rugiendo por él.
Todo se quedó en un silencio absoluto que se rompió con los rumores de la taberna. Los clientes empezaron a salir corriendo del local. Agares envuelta en un batín. Mi tío estaba asustado, intentó acercarse al muchacho y este lo apartó de un empujón. Sostuvo a su amigo contra su pecho.
Lugo sus ojos subieron, y encontraron los míos.
Yo estaba quieta, en el marco de esa ventana. Mirando abajo, sin ser consciente de nada de lo ocurrido. Con el dolor en mi rostro de los golpes. Con la presión de sus zarpas aun en mi cuello. Con el tacto de su cuerpo pegado a mis dedos en el momento de empujarlo. Con el crujido de su cuello contra el adoquinado de la calle.
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Los Relatos de Valentia
FantasyEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...