87. Gatillazo

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—Ellos me hicieron ver la escoria que sois los de vuestra calaña. Tú y Dante sois fallos de la naturaleza, y los Luceros no son más que una panda de analfabetos que si les dan poder se autodestruyen.

—Vete a la mierda, tuerta asquerosa. Kalani se estará retorciendo en su tumba de verte hacer esto —gruñí.

—Estará feliz de verme gobernar Valentia junto a Edmond... —canturreó orgullosa.

—¡Solo te quiere como peón, imbécil!

Forcejeé con ella, intentando robarle el arma. Ella consiguió arrebatármela, cortándome la palma de la mano con profundidad. Lancé un puñetazo que ella esquivó con facilidad y me caí de bruces al lado de Roswich. Yanira se abalanzó sobre mí apuntándome el corazón.

Rodé con los hombros apartándome. El dolor de la herida que tenía en la parte baja de las costillas estaba matándome. Ahogué un quejido.

Ella se colocó sobre mi torso, arrodillada, sujetándome. Yo quise huir, pero se me estaban nublando los ojos.

—Dante siempre confió en ti... —sollocé—. Jamás te lo va a perdonar.

—No necesito que un muerto me perdone nada.

—Zorra malfollada...

Una de las plantas que había en ese jardín atrapó la mano de Yanira cuando iba a atestarme el golpe de gracia.

Ella forcejeó contra las raíces, las ramas y los tallos que la empezaron a envolver como anacondas. Miraba el panorama, anonadada, cuando escuché la voz de mi salvador. Gäal bramó como una orden:

—¡Acabad con ella!

Las ramas se apretujaron alrededor de su cuerpo, ella quería bramar, pero se le retortijaron por el cuello, asfixiándola. Yo la miraba desde el suelo, respirando con dificultades.

Pérfida apareció tras el moreno, y se acercaron ambos corriendo hacia mí. La Burda miró con rabia a Yanira, que todavía estaba viva. Se apresuró a llegar hasta mí y se tiró a mi lado.

—No sé si voy a tener suficiente fuerza, he gastado mucha ya con Zuala... —se lamentó Pérfida. Yo quise incorporarme.

—¿Zuala está viva? —pregunté entre tosidos.

—Sí, pero tú no lo estarás si no me dejas actuar —me advirtió.

—No tenía cura... —murmuré.

—Es temporal. Pero aguantará hasta que de con la cura verdadera.

—¿Cómo la has hecho?

—Con el Ángel Negro. Emma, cállate—gruñó. Cerró los ojos—. Madre querida, dame el don de la curación. Sana estas heridas a tu hija, dale más vida, salud y energía. Tú que iluminas la oscuridad del alma, mejora el mal que habita en este cuerpo que entrego a tu merced... —rezó Pérfida.

—Casi me muero con tanta oración y rezo —musité con medio pie en el hoyo.

—Ni muerta te callas... —refunfuñó la Burda con una sonrisa.

Las manos de mi amiga me transmitieron un hormigueo. Allí dónde ella me tocaba yo sentía un cosquilleo tenue y agradable. El dolor en la espalda, sobre el pulmón, dejo de ser punzante. Los rasguños, los golpes y las heridas se atenuaron, poco a poco.

Empecé a respirar mejor. A poder mover las piernas con normalidad, a sentirlas menos pesantes. Durante unos instantes me mantuve inmóvil en los brazos de Pérfida, que me apretaba contra su cuerpo. Ella se encogió y empezó a sangrarle la nariz.

—Detente —ordené—. Estoy bien, puedo aguantar. —Me separé de ella, huyendo de su poder.

—Todavía estás herida —apuntó Pérfida.

—Nada que vaya a matarme por ahora, y necesito que guardes algo de fuerzas por si hay incidentes peores... Hay que encontrar al hijo de puta de Chastel —gruñí.

Nos apresuramos en dirigirnos hacia el fondo de esos pasillos que daban a la parte trasera del Palacio. No había ni rastro de Dante o Edmond, ni del Alcaide de Valentia.

—¡Nin! —la invoqué. La lucecita apareció al segundo—¡Busca a Dante!

Ella se fue despedida en un haz de luz que empezó a cruzar muros de forma frenética. Seguimos moviéndonos deprisa. A mí me costaba la vida seguir el ritmo, parecía que iba a estallarme el pecho si corría un poco.

Chastel nos la había jugado, de algún modo, había estado batiéndose a dos bandos, porque si mataba a su padre, conseguiría gobernar Valentia, podría decir que habían sido los rebeldes y robarle el trono a Remont Chastel, y con la ayuda de las tropas de su padre, acabaría con nosotros.

Nin volvió con rapidez, a su lado: Orly. El alma guía de Dante venía con la misma prisa que la mía. Ellas nunca dejaban solas a sus dueños...

Las almas guías no se separaban de sus amos, de no ser que ellos se lo pidieran, o que vieran que debían hacerlo para ayudarlos. Nin llegó a mí y bramó:

¡Dante está herido!

—¡Guiadnos hasta él! —ordené.

Ambas lucecitas tintinearon y nos llevaron por los pasillos, subimos un par de pisos de escaleras. Cada maldito escalón era un cuchillazo en el hígado. Cada vez que respiraba parecía que me habían pegado un tiro en el pecho.

Nin estaba dándolo todo, brillando más que nunca, pero Orly no... Ella estaba tenue, borrosa. Sus brillos morados se estaban difuminando a cada paso que dábamos...

—¡Dante! —chillé—¡Aguanta!

Me sujeté con fuerza el pecho y corrí tan rápido como pude. Cada zancada era una punzada, cada paso era como arderme el corazón, pero no podía detenerme. Él me necesitaba, mi otro yo. Dante siempre sería el otro bicho raro que me hacia sentir a salvo del mundo.

Fuera mi amante, o mi mejor amigo, él era el que me había quitado los miedos, el que me hacía sentir orgullosa de mi naturaleza, mi raza extraña, mis ojos violetas...

Las almas cruzaron una puerta enorme de madera trabajada, parecía una alcoba muy lujosa.

Gäal se nos adelantó pasando por nuestro lado. Abrió la puerta de un solo aldabonazo, y mientras la puerta se estrellaba contra las paredes de la alcoba por el golpe...

Él cayó muerto a nuestros pies.

—Uy, me equivoqué —bromeó Edmond con la pistola en alto, paralela al suelo.

Gäal estaba tendido, con un disparo en medio de la frente.

Nosotras nos quedamos quietas. Pérfida chilló de dolor y miró al Lucero al que empezaba a amar, muerto. Otra vez. Sentí como Chastel tiraba atrás de nuevo el percutor del revolver mágico que usaba, el mismo que mató a Iggor.

—Segundo intento... —canturreó Edmond apoyando el cañón, aún caliente en mi sien—. No imaginas lo bonito que es esto...

Yo engullí lentamente, pensando una forma fácil y rápida de huir de eso, pero...

Él apretó el gatillo. 

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora