—Meteos en cualquiera de esas tumbas, os cubriré. Salid cuando los haya distraído —ordenó Zuala jadeando.
—¿Y qué pasará luego contigo? Te matarán si te cogen, y no hay salida —apunté con terror en mis ojos.
—Es que no tengo pensado salir ¿Sabes? —inquirió ella con una sonrisa tonta—. No os preocupéis por mí, seguid vosotras, estoy herida, ya no sirvo.
—Y una mierda —gruñí.
—Hallaremos el modo de salir de aquí la tres —afirmó Furia.
Ayudó a Zuala apoyándola sobre su hombro. El contacto tan directo con el Ángel Blanco había empeorado lo que hubiese sido una quemadura grabe, esa herida no tenía buen aspecto en absoluto.
Releí los nombres que había en las catacumbas de cada familia hasta encontrar la que estaba buscando: Miller. Lili Miller. Aun llevaba en anillo en mi dedo, aún podía haber una mínima esperanza de poder salir de ese sitio si mis antepasados fueron lo suficientemente maleantes.
Las tumbas siempre habían sido un sitio idóneo para esconder cosas. Deduje entonces, que, si mi madre formaba parte de algo similar a una secta rebelde de Valentia, debía haber alguna conexión entre ese lugar y el exterior a parte de las escaleras principales. Me negaba a creer que eso era una simple ratonera en la que moriríamos las tres.
Me tiré sobre la puerta de reja abriendo em mausoleo de los Miller. Zuala y Furia me miraban sin entender nada.
Los pasos de los guardias, y los ladridos de los perros, estaban cada vez más y más cerca. Podía sentir los jadeos de los sabuesos en la nuca. Y no había gato esta vez para usarlo de carnaza.
Revisé la tumba en la que rezaba el nombre de mi madre: Liliana Miller. Revisé cada parte de ese féretro de mármol blanco, oscurecido por el polvo acumulado sobre él. Repiqué varias veces, pero no oía ningún cambio de sonido.
—Emma, debemos buscar otra salida —murmuró Furia—. Aquí no hay nada.
—Dame un segundo. Tiene que haberla.
Empecé a hacer correr el polvo, sacudiéndolo con las manos, moviéndolo, cuando de pronto, gracias a la luz que emitía Nin a mi lado me di cuenta de que se iba hacia otra dirección: Un corriente de aire. Si había aire, había salida. Empecé a soplar sobre el mármol levantando una nube de polvo ingente. Seguí esa fina corriente.
—¡Emma! —bramo Zuala—. No tenemos más tiempo.
—Está aquí. La salida está justo aquí. Entrad —ordené—. Buscad el mecanismo. Yo los entretengo.
Ambas se pusieron a dar golpes por la pared del fondo del mausoleo, justo por detrás de una estatua femenina que supuse que era una figura de Madre Luna. Nin estaba alumbrado esa tarea.
Cerré la reja metálica por fuera, asegurándome de que los perros no las alcanzarían a ellas y podrían terminar de encontrar esa maldita salida. Tenía que estar, de lo contrario. Estábamos muertas.
—¡Alto en nombre del Alcaide! —bramó un guardia.
Los perros llegaron ante mí, yo lo ordené a ese ser que abundaba especialmente en ese sitio: La sombra.
—Protegedme.
Se formaron cuatro pilares de sombras a mi alrededor. Esa niebla negra, con reflejos violetas que me rodeaba, danzaban como un torbellino de cuatro patas, dando vueltas a mi alrededor.
—Madre, ayúdame —rogué—. Dame tu fuerza.
Conjuré un fuego solo al pensar en el símbolo. La llama se volvió morada en contacto con mis manos. Llamas violetas... Los guardias se detuvieron de golpe. Los perros rugían cerca, pero temerosos. Se levantó un torbellino de rayos violetas, llameradas y sombras negras circulado a mi alrededor.
—¡Está aquí! —bramó Zuala.
—¡Iros! —ordené.
—¡Emma! ¡No puedes quedarte sola! —chilló Furia.
—¡Dejadme! ¡Puedo con esto! —voceé—. Volved con Pérfida...
Tras un reniego, y un alarido de maldiciones, ellas se fueron. Nin volvió a mi lado. Ella siempre estaba a mi lado...
—¡Detente! ¡Quedas arrestada en nombre del Alcaide de Valentia!
—¡Meteos a vuestro Alcaide por el culo! —respondí yo.
Un perro se aventuró a tirarse encima de mí. Una de las sombras lo cogió al vuelo, estampándolo contra la pared, matándolo en el acto. Esos tipos que me empezaban a rodear vieron la escena con terror.
—Iros —ordené—. Dad la vuelta y decid que escapé.
Me dispararon cuatro o cinco balas. Tuve tiempo de moverme hasta detrás de una de las estatuas que había esparcidas por el medio del pasadizo, ancho y repleto de decoraciones horteras. Le volaron la nariz a la estatua de un disparo. Rompieron varios trozos de ella.
Las sombras se encargaron de montar un muro de defensa. Cada vez tenía más miedo. Cada vez dudaba más de si de verdad podría con eso. Y el miedo era un motor para mí. Kalani me lo había enseñado muchísimas veces. El miedo era mi forma de invocar mi poder de hibrido, de invocar a Madre.
Como esa niña pequeña que cuando tiene miedo grita "mamá" esperando ser salvada. Tal y como me lo mostró mi mentora, yo busqué ese miedo, y lo liberé. Dejé que el tirón que me sacudía el pecho siempre saliera. Que las magias se mezclasen a su antojo, sin detenerlas.
Empezaron a desprenderse pedazos del techo. Trozos de adoquín que no podían contener el poder que creía entre esas estrechas paredes.
Y tuve la respuesta. Mi miedo. Mi rabia. Mi poder.
Bramé. Bramé por Kalani, por Baron, por Juvard, por mi tía Sidra, por mi tío Bael, por Iggor, Perjuro y por mi Zem... Solté un grito de dolor que hizo que ese torbellino empezase a crecer hasta el punto de inundar todo el espacio.
Usé esa barrera que se había montado para escabullirme tras la reja metálica. Cuando el techo empezó a desprenderse, solo tuve un instante de mi vida para detenerme, para abrazarme a esa lápida de mármol polvorienta y susurrar:
—Adiós, mamá...
Esa sería la única vez en mi vida que estaría cerca de lo que quedaba de ella. De esa hembra que había dado su vida por mi existencia. Solo tuve esa oportunidad para decirle hola y adiós, y gracias, por darme la vida, y dejarme un legado que seguir. Un sueño que perseguir por ella.
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Los Relatos de Valentia
FantasyEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...