64. Hechizos

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A mí se me cayó el alma a los pies por un instante al notar como se le rompió la voz a él. Y me vi, me vi a mí misma llorando por Zem en ese cementerio, de la misma forma en la que él se puso a llorar cuando Roswich le cayó a los pies.

—Lo amaba —confesó con el llanto en la garganta—. Lo amaba de tal forma que, si hoy mismo me prometieran que dando mi alma, él volvería, la entregaría en una bandeja de plata al que me la pidiera.

—Zem era mi amante... La chica que murió... No era mi amiga.

Sus cejas se levantaron de golpe, mirándome pasmado. Mató otra sonrisa, rendido y se frotó el rostro. Luego se relajó sobre la silla y me miró, con otro tipo de mirada, no con menos odio, pero sí con algo de empatía y con esa risita incrédula soltó:

—En ese caso, entiendo tu odio. Siento que acabase todo de este modo, pero, por vengarlo hubiese matado a cualquiera.

—En eso te creo, básicamente, lo has hecho. Tengo una lista muy larga de muertos causados por tu ira.

—Perdona, pero vosotros también os habéis lucido matando guardias.

—El que no quiere polvo, no abre las ventanas en días de viento.

—Son inocentes. Ellos acatan órdenes.

—Y... ¿Quién debía ordenar que se fueran a sacrificar de ese modo? —pregunte con ocurrencia—. Tú —me respondí con sarcasmo.

—Mira, Emma, cada uno ve lo que parece, pero pocos palpan lo que eres. Para mí eres la que mató al ser que más amaba de este mundo, siempre lo serás. Déjame trabajar.

—Como nos la juegues...

—No tengo nada más que perder. Quiero que mi padre pague por lo que ha hecho durante toda su vida, por lo que nos hizo a Ros y a mí, por todo. Matadlo. Yo mismo os ayudaré. Y luego, si quieres matarme, sinceramente es que me da igual. Si te vas a quedar tranquila, hazlo. Mátame. A mí ya no me queda nada.

Salí de la celda sin decir nada más. Dudaba, muchísimo, pero había verdad en los gestos. Había verdad en la forma de hablar de Roswich, y yo... Yo no podía evitar sentir que en cierto modo, ambos estábamos malditos de la misma forma.

Nin me golpeó el hombro mientras estaba paseando por la casa, presa de los pensamientos sobre los hechos ocurridos.

¿De verdad merece la pena seguir odiando a Edmond? —preguntó ella.

—Sí. Voy a seguir deseando su muerte hasta que no vea su cadáver ante mis ojos.

Pero... Parecía que de verdad lo sentía... —Me detuve en seco.

—Mató por deporte a gente inocente. Si hubiese quedado en empate, lo entendería, lo perdonaría incluso, pero hay más muertos tras él que detrás de mí. Mi tío Bael, Iggor, mi tía Sidra sigue presa de su hechizo.

Pídele que la libere. —Solté una risotada—. Emma, puede hacerlo.

—Pero no va a querer.

¿Por qué? No gana nada ya.

Volví sobre mis pasos. Corrí hacia esa celda. Nin tenía razón. Abrí la puerta y él me miró de nuevo, agotado. Fue a soltar algún comentario de miedo y lo atajé con la mano en alto, deteniéndolo.

—Mi tía Sidra. Libérala. Ya no tienes poder para dominar ese burdel. Suéltalos a todos —ordené.

—Toma —me tiró un frasco pequeño, azulado, sobre el pecho—. En principio ya no debe haber guardias. Los retiraron al condenarme. La única que puede que siga bajo mi mando es esa Lucera. Dale un par de gotas mezcladas con agua.

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora