33.Belleza

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Me tendió su mano de nuevo guiándome por esos tejados hasta volver a esa escalera. Las calles de Valentia, nevadas y llenas de luces, ese Distrito Alto hacía que te enamorases de esa ciudad.

Había muchísima belleza concentrada en esas avenidas amplias, con miles de luces hermosas colgando de parte a parte de calle. Olía a comida rica, a canela y vainilla.

Valentia hubiese enamorado a cualquiera. Con la luz de sus calles, con sus aromas, sus músicas alegres que te envolvían y te vibraban en los huesos. Las guirnaldas verdes, y los lazos azules de los Burdos colgando de todas aquellas bellas casas, y yo me imaginé por un momento ahí, formando parte de algún modo de algo tan mágico, tan perfecto, hasta que me di cuenta de que lo hubiese podido hacer, si no fuera por esa estirpe de sádicos.

Que los Luceros también hubiésemos podido acceder a tener toda esa belleza si nuestras calles no hubiesen sido abandonadas por un gobierno elitista de hijos de puta. Nosotros hubiésemos podido pasear por esas calles, incluso estudiar en la Gran Academia de Magia si no fuese por sus estúpidas normas. Que seríamos muchos más, y más poderosos si no fuese por ese complot que habían urgido en nuestra contra.

Dante estrechó con fuerza mis dedos entre los suyos y me sacudió levemente.

—No sé en qué estás pensando, pero estás empezando a mostrar tu poder. Cálmate —ordenó en un susurro.

—Esa palabra jamás ha calmado a nadie —ladré.

Perdí la mirada en esos restaurantes hermosos, con mesas lujosas, llenas de comensales perfectos, con perfectos atuendos, con perfectos platos de comida. No pude evitar que me comiese la rabia al ver todo aquello.

Todo era bello, y solo necesitaban bajar algunas calles, solo dar unos putos pasos más abajo de ese pedestal y encontrarían niños peleándose con ratas por un trozo de pan meado. Una simple pared no podía llevarse por delante tanta miseria.

—Los Burdos llevan siglos viviendo sus cuentos en lo alto de esta ciudad, y los Luceros... mueren de hambre y de infecciones un poco más abajo. Los Burdos han estado abusando de nosotros.

Estaba cabreada. Mucho. Dante tenía razón: Llamé la atención.

Escuché un tintineo leve, uno que reconocí al acto, el de un ser que me había jurado la muerte, y yo le debía la suya: Chastel.

Levanté mi cabeza de golpe, buscando entre esa multitud esparcida por la avenida. Su magia estaba cerca, y no solo eso, estaba al acecho. Sabía que cuando él sonaba de ese modo, era un mal presagio para mí.

Apreté a Dante con fuerza de la mano y tiré de él en dirección contraria. Metiéndonos de nuevo en el jolgorio. En esa calle que se llenaba de Burdos ataviados con grandes capas de colores, vestidos muchos de azul, que seguían admirando la luz que quedaba sobre la nieve.

Debía escondernos. Cuanta más gente, más ruido y más difícil era para ese malnacido encontrarme. Encontrarnos. Porque Dante iba conmigo, y no podía permitirme el fallo de dejar que nos cogieran a ambos.

—¿Qué haces? Debemos salir de aquí —replicó él.

—Calla y sígueme —ordené.

Nos engulló la multitud. Chocábamos con Burdos de forma constante, había una aglomeración de bichos de esos. De todos los tamaños y formas. Mi mano seguía arrastrando a Dante como un caballo a un carro.

Detuve mis pasos en medio de esa marabunta de bastardados felices. Hacían ruido, eso era bueno. Miré esos ojos violetas por debajo de su cabello lacio y oscuro. Revisé a nuestro alrededor. No escuchaba a Chastel, puede que fuese por el jolgorio o porque lo había despistado lo suficiente.

—Chastel está cerca. Él reconoce mi poder, puede escucharlo y percibirlo, supongo que el odio que me tiene agudiza sus sentidos —expliqué.

Dante miró a nuestro alrededor e hizo una mueca, atando cabos. Ambos estábamos pegados, rozando nuestros pechos para evitar que alguien nos viera los ojos. Debíamos escondernos.

—Buena idea, meterte en el jolgorio para disimular tu poder —felicitó Dante mirándome con una sonrisa tierna.

—No lo suficiente para esconderse de mí —contestó Chastel a mis espaldas.

Hijo de puta.


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