Corrí hasta la salida que habían dejado abierta. Un angosto pasadizo de escaleras que iba de bajada, no de subida. Durante unos instantes temí que no tuviera más salida que la de otra cámara mortuoria. Pero lo seguí mientras escuchaba el estruendo que dejaba detrás de mí el derrumbe de esa parte del templo.
No solo se hundieron las catacumbas, parte del templo de Madre cayó por un hoyo desmoronándose toda su belleza. Las vidrieras crujían al exterior. El derrumbe de la fachada principal sepultó a un par de docenas de guardias que habían bajado a por nosotras.
Pero, la estatua de Madre siguió intacta, como si ella misma se hubiese protegido, o como bastión de la esperanza de los Burdos, ella siguió de pie, esparciendo la cura de los Luceros desde su corona de reina de los cielos.
Yo seguí corriendo escaleras abajo. Sin luz, ni guía más que la se Nin. Seguí y seguí hasta que reconocí el olor fétido subiéndome por las narices. Las alcantarillas se abrieron ante mí. Zuala y Furia me esperaban en una zona seca.
En verme las dos se me echaron encima. Las tres respirábamos agitadas. Solté un chillido entre sus brazos, un grito de miedo, presión, rabia y alivio al mismo tiempo. Ni siquiera entendía cómo había logrado derrumbar ese lugar, pero, nos habíamos salvado de esa.
—Por el brillo de Madre... —rezó Zuala apretándome contra su pecho—. Ni se te ocurra volver a hacer algo así, muchacha.
—Volvamos arriba. No sé en qué parte estamos de la ciudad —comentó Furia mirando arriba.
Se escuchaban correteos de guardias por las tapas de las alcantarillas cercanas. Vi como las aguas se movían cerca de nosotras... Y reconocí esa cola asquerosa de mis amigas las ratas-anguilas. Y se me ocurrió que era un buen momento de devolverlos a los Burdos sus experimentos de laboratorio con animalitos.
Metí la mano en esas aguas turbias, malolientes y asquerosas. Dibujé el símbolo de las dos olas: El agua.
—¿Puedes ayudarme? —pregunté a Zuala—. No tengo fuerzas para todo. Hay que levantar el nivel y sacar toda el agua que podamos hacia la ciudad.
—Oh, será un verdadero placer —afirmó ella.
Con un gruñido, quejándose del pecho se agachó a mi lado e imitó el dibujo que yo había hecho sobre la superficie del cauce del alcantarillado. Cerré los ojos, sentía como me fallaban los parpados, estaba agotada, me habían robado parte del alma en ese templo. Pero respiré ese ambiente pútrido e insalubre y recé:
—Sigue nuestras órdenes, inunda la ciudad.
Empezó como un remolino pequeño, luego cada vez mayor. El aire de ese lugar circulaba siguiendo el movimiento que hacían las aguas. Bajo cada tapa el elementó creció, se levantó con una rabia que parecía casi mía, y se llevó por delante el hierro que lo detenía.
Todas las alimañas acumuladas en ese sitio se levantaron con ella. Una cantidad ingente de bestias repugnantes colmó la ciudad. Los chillidos de miedo, de guardias y ciudadanos se sucedían unos tras otros.
Y entre ese caos instaurado por unas horas en la ciudad, pudimos salir de las alcantarillas. El agua bajaba por las calles como ríos en pleno diluvio. Y en el Distrito Bajo se llevó parte de alguna casa antigua. Daños colaterales, no pudimos calcularlo todo.
Valentia amanecería en unas horas con el templo de Madre medio derrumbado y colmada de mierda. Con edificios derrumbados, y ratas mutantes de diez quilos corriendo por las calles.
Yo llegué casi arrastrándome al Burdel. Me dejé caer en un bancó y apoyé la cabeza sobre la madera de la mesa.
—Necesito dormir ocho meses —murmuré.
—Y yo un médico... —dijo Zuala a mi lado, tirada al revés de mí, con la espalda apoyada sobre la mesa.
—Túmbate, debemos sanear esto —ordenó Furia.
Pérfida corrió escaleras arriba antes de terminar de bajarlas. Volvió con un botiquín y con Agares, esta se puso pálida en ver la herida.
Era una quemadura profunda, se le había comido la carne el Ángel Blanco. Estaba azulada, negra en los bordes. La sangre no había dejado de brotar de ella. Las venas estaban enviciadas a su alrededor. No tenía nada de buen aspecto. Ninguno teníamos una remota idea de como curar eso. Zuala se tumbó sobre la madera y miró a Agares cuando le ordenó:
—Tráeme un espejo.
Furia se apoyó a su lado, mirando la herida igual que yo. Cruzamos una mirada rápida, y leí en sus ojos que eso pintaba feo y que se pondría peor. La pelinegra quiso convencer a nuestra amiga:
—Zuala, no podrás curarte sola esto.
—Si no lo curo cuanto antes se me comerá viva, y desde luego, eso no me apetece en absoluto —gruñó de dolor al moverse.
Se sacó la camisa con nuestra ayuda, me cogió la mano, llamándome la atención y pidió:
—Quiero un cuenco con agua caliente, jabón, varios trapos limpios, una cuchara de madera y una botella del licor más fuerte que tengáis. —Acaté su orden de inmediato. Luego miró a Furia—. Trae un par de velas, y prepara el cuchillo más afilado que tengas.
Llegué con todo lo que me había pedido. Agares con el espejo que tenía sobre el tocador. Se lo tendió a Zuala y esta me lo pasó a mí. Con la mano me guio para colocarlo justo donde podía verse la herida y bufó:
—Joder, es peor de lo que parecía... —Se incorporó por un segundo—. Dame el alcohol.
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Los Relatos de Valentia
FantasyEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...