44. Cuerdas

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Me tendió su mano. Yo la miré indecisa. No sabía qué quería de mí, pero... Ella se levantó como un pilar inamovible y no supe qué hacer para negarme. Me guio por el pasillo hasta su habitación. Con un ladeo de cabeza cordial me invitó a pasar y me quedé de pie en medio de esa cámara similar a la mía.

—¿Has estado alguna vez con una mujer? —quiso saber ella. Yo me tensé.

—Sí. —Marcó una mueca de grata sorpresa y se acercó a mí—. Pero, no es que... No hagas esto por un favor o para consolarme —rogué—. Es el alcohol que me pone depresiva. Yo...

Sus labios encontraron los míos, y sus manos se cerraron en mis caderas, llevándome de un empujón contra la pared. Yo gemí al notar semejante embestida. Apretó su cuerpo contra el mío, sus pechos se aplastaron contra mí dejándome ver de tan cerca esa maravilla de la naturaleza.

—A mí el alcohol no me pone depresiva... —murmuró bajando por mi cuello en besos húmedos y lentos.

Siguió su descenso arrodillándose poco a poco, llevando sus manos al cierre de mis pantalones, al final de mi camisa, que abrió lentamente hasta correrla de mi torso. Ella se deshizo de la suya de un tirón rápido. Sus labios fueron caricias en cada parte de mi torso, alargando el momento, sin prisa...

Deslicé mis dedos sobre su cabello enredándome en su melena de metal fundido. Ella movió mi mentón hacia atrás para devorar el ángulo de mis mandíbulas en besos largos.

Con una sola mano me quitó el cierre del sostén y lo tiró a lo lejos, exponiendo mis senos. Jugó con su lengua sobre ellos, lametones cariñosos que me estaba deshaciendo la entrepierna.

Apreté mis caderas contra las suyas pidiéndole más, rogando que siguiera más abajo. Que me robase la cordura con esa vendita habilidad para retorcer la lengua. Me desnudó al completo. Se quitó todo cuanto le quedaba de ropa, dejándome ver cada uno de sus tatuajes, cada ángulo de su piel dibujada, la tinta adornando sus bellísimas curvas.

El peso de sus pechos apretados contra los míos, su piel levemente fría acariciando la mía. Sus vellos rozando los míos en un paseo tentador que me invitaba a abrirme de piernas para ella. La rodilla de esa hembra deslizándose tentadoramente contra la mía, pidiéndome paso.

—¿Te sientes segura conmigo? —preguntó ella. Afirmé repetidamente—. Voy a darte tanto placer como quieras recibir, si confías en mí. ¿Lo haces? —Repetí el gesto.

Se fue hacia la mesita de noche y sacó una cuerda rojiza, fina. La desató pacientemente enroscándola en su antebrazo. Con un surtido de besos y mordiscos sobre mis labios me llevó hasta su cama, y me dejó tumbada en el borde de esta.

Me separó levemente las piernas para poder atarme ambas rodillas. Levantó mis tobillos, apoyándolos sobre sus muslos para mantenerme en esa postura. Pasó la cuerda por detrás de mi nuca con una caricia. Sus labios se perdían por mis piernas. Anudó la cuerda varias veces, pasando extremos sobre mi torso, dejando un entramado de nudos apretándome la piel, asegurándome.

No me había sentido jamás tan inmovilizada y excitada a la vez. Me tomó las manos e hizo un nudo precioso en mis muñecas, para finalmente, pasar el extremo de la cuerda entre mis piernas y por una argolla en la pared del cabecero. Automáticamente quedé expuesta ante ella. Con los brazos levantados y las rodillas contra el pecho.

—Oh, joder... —gemí al sentir como palpitaba mi cuerpo de deseo. Ella sonrió.

Me cogió por las caderas y me puso a cuatro patas, pero, con las manos contra el cabecero. Se tumbo entre mis piernas, dejando su boca en el punto justo para devorarme el alma de ser necesario. Sus manos recorrieron mis nalgas, buscando la cuerda y tiró de mí, bajándome hasta su lengua.

—¡Por el Infierno! —jadeé al notar su aliento puesto contra mí sexo. Una risita subió hasta mis oídos.

—Tú mandas, muévete —ordenó.

Yo me deslicé contra sus labios. Me removí buscando el mayor placer posible. Ella me complació de forma maestral. Hundiendo sus dedos, apretando mis senos. Me mantuvo atada y tan libre a la vez, que solo podía actuar por instinto, buscando su rostro, su aliento, su lengua... Yo estaba tan mojada que entre sus babas y las mías inundábamos sus pechos.

Poco a poco, sin prisa, fue llenándome el orgasmo. Sentía mis caderas temblar, podía notar como se me tensaba el centro del cuerpo, y como iba subiéndome el calambre hasta estallar. Me corrí sobre ella, no una vez, perdí la cuenta.

Me volteó de un solo giro tomándome por las cuerdas. Bajo mi cintura colocó un par de almohadas, y tras lamer sus dedos los hundió hasta el fondo de mi ser. Quise retorcerme de placer, pero solo podía aferrarme a la cuerda, sentir como está me apretaba lo suficiente el cuello como para notar una leve falta de aire.

Ella se empujaba dentro de mí con un balanceo lento, sus dedos de movían sobre un punto crítico, una llamada con sus falanges que hacía que mi cuerpo temblase.

Su boca volvió a devorarme entera. Comiéndome como si cada rincón de mi entrepierna fuera la salsa de un bocadillo derramándose en su boca. Como si mi sabor fuera el mayor afrodisiaco que hubiese probado.

No pude saber con seguridad las veces que me hizo llegar al orgasmo, porque había puntos en los que los sostenía tanto tiempo, que se juntaban unos con otros.

Me dejó flácida, empapada y temblando. Se salió de encima de mí cuando vio que estaba al borde de perder el conocimiento.

—¿Todo bien, querida? —pregunto contra mi boca. Afirmé en respuesta—. Buena chica... Vamos a sacarte esto...

Desató cada nudo con el mismo cariño con el que los había atado. Casi me sentía vacía sin estar presa de esa forma. Volvió a guardar la cuerda en el cajón, y se levantó a por una toalla y una palangana con agua.

Se lavó el rostro, los pechos y el cuerpo. Luego se acercó y limpió cada rincón de mi anatomía con cuidado y devoción, con besos jugosos, con caricias y sonrisas juguetonas. Tocó la cama, empapada y murmuró con una risita:

—Bueno, creo que te lo has pasado bien...

—Bien es un insulto para lo que has hecho —afirmé.

Ensancho esa mueca jovial y me tendió la mano. Me levantó de la cama y en un corrillo cambió las sábanas. Sirvió un par de vasos de agua de una jarra que tenía sobre la mesa, yo tenía la boca seca. Bebí con gusto.

Me ofreció de nuevo tumbarme. Me dejé caer rendida, aun temblando como un cervatillo recién nacido y ella se tumbó junto a mí. Pasó su brazo bajo mi cuello, y me abrazó por la espalda, pegándome a su torso. Me cubrió con la manta y me arropó.

—Feliz año nuevo, Emma... —musitó en mi oído. Me removí levemente contra sus brazos y la miré por encima del hombro.

—Feliz año nuevo, Zuala —susurré satisfecha. 

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora