37. Compensación

21 3 0
                                    

Me levanté decidida, dispuesta a irme hasta el baño para limpiar mi cuerpo. Se me bajó tola la sangre de la cabeza. Mis ojos balaron entre manchas oscuras y borrones de la realidad. Todo empezó a darme vueltas y Juvard me sujetó con cuidado contra su pecho.

—Yo te ayudo —dijo mientras me sonreía—. El mareo es lo de menos, con toda la sangre que has perdido...

—Y todo el poder que ha derrochado —añadió Dante.

Me aferré al hombro de Juvard. Recobré mis sentidos con un par de sacudidas de cabeza y sentí como mi cerebro rebotaba de un lado a otro de mi cráneo.

Bajamos al baño, esa balsa de agua caliente y olores relajantes me llamaba como la miel a las abejas. Me hubiese tirado vestida incluso.

Se me retortijó el intestino, esa necesidad inmediata de encontrar una letrina decente. Puede que todas esas aguas residuales que había tragado llevasen un millar de infecciones que ahora pululaban por mi cuerpo.

Solté a Juvard y me fui a trompicones hacia uno de los baños, uno de esos cubículos.

—¿Quieres que me quede a ayudarte? —preguntó él.

—No, tranquilo. Gracias, puedes irte —eso último fue casi una súplica.

Mientras vaciaba los intestinos arranqué parte de la ropa que llevaba puesta y la fui tirando a un rincón. El hedor era repugnante.

Pensé en todo cuanto había tragado en ese sitio y me entró un dolor de estómago que precedía lo que vendría a continuación. Tiré agua en la letrina y luego vomité varias veces.

Forcé mi cuerpo que en espasmos me pedía sacar hasta los órganos por la boca. Asqueada por todo. Me había quedado tan vacía por dentro que hasta parecía que mis intestinos estaban encogidos.

Salí del cubículo con toda mi ropa envuelta en un ovillo pestilente. Bold, uno de los espíritus me esperaba de pie, pálido y con sus ojos negros posados en el suelo. Sin mirarme cogió la ropa y se desvaneció. Sobre la encimera de las picas de agua había dejado ropa preparada para mí. Incluso un par de toallas limpias.

Miré mi rostro en el espejo. Hacía mucho en realidad que no hacía ese gesto tan simple, observarme. Tenía mi cabello acartonado, rasposo y sucio. El rostro ennegrecido y manchado de barro y otras suciedades, con canales abiertos por mis lágrimas, que habían barrido esa mugre a su paso.

Desnuda frente a ese reflejo vi que mi cuerpo estaba ligeramente transformado. La cicatriz en mi clavícula, algunas marcas sobre la piel de heridas y contusiones durante mis entrenamientos, y más músculos. Más cuerpo al fin de cuentas, más sano. Puede que esos meses me hubiesen ayudado a coger forma, a terminar de madurar como hembra.

Acerqué mi rostro al espejo y los aprecié, mis iris violetas. No lo había hecho todavía, no me atrevía en cierto modo a desnudarme de esa manera ante mí misma.

Yo seguía en la ilusión perfecta de que todavía era esa Emma, la del burdel. Que todo este embrollo terminaría y yo podría volver a mi antigua vida, esa que tanto aborrecía entonces, y que tanto empezaba a añorar.

La puerta del baño se abrió de golpe, sin previo aviso. Dante apareció. Yo me giré rápidamente, mostrándole mi espalda, intentando cubrirme el cuerpo, mi desnudez.

Él mató una risita y pasó de largo, sin detenerse a mirarme, como si no le importase lo más mínimo que estuviera ahí.

Yo estaba acostumbrada a ser vista, mi cuerpo no era una vergüenza para mí y jamás tuve inseguridad alguna, pero, él me la generaba. Empezaba a preguntarme si estaba bien de esa forma, si encontraría fallos en mí, cuando yo empezaba a ser incapaz de hallar uno en su puto cuerpo. Estaba jodida...

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora