Juvard golpeó la puerta de mi habitación a primera hora de la mañana. Desayunamos juntos, con Zuala y Furia. Ellas echaban chorritos de alcohol en vasos de zumo de manzana, yo estaba desintoxicada de eso.
Hacía más de dos meses que no bebía alcohol del fuerte, del de taberna. Miraba a Zuala por encima de las cejas mientras comíamos. Examinaba su semblante, analizándola y preparándome para soportarla durante ese día.
Cogí un pedazo de bizcocho con fruta confitada de esos que preparaba Kold, era el que cocinaba de los tres espectros. Mojé ese trocito de pan dulce, me recordaba a los bizcochos de Pérfida. No había nombrado a mi amiga a ninguno de ellos.
Había ciertas cosas que aún me reservaba solo para mí, Pérfida era una de ellas. La Burda que me había ayudado, si alguien la descubría, la matarían. Yo llevaba su colgante y alguna noche lo acariciaba y pensaba en ella, en lo que debía estar haciendo esa niña, en su jardín medio marchito y sus flores moribundas, en sus ojos llenos de pena, en la soledad que le había dejado en esa casa...
—¿Lista para pasarte un día entero conmigo? —preguntó Zuala con una sonrisa hacia mí. Furia me miró con compasión.
—Si te hartas de ella a las tres campanadas lo entenderemos y nadie te culpará por ello. —La pelirroja le dio un codazo a la morena. Zuala me miró con una amplia sonrisa.
—¿Vamos, Emma? —Ladeó su cabeza y miró al hombre que tenía a mi derecha— ¿Juvard te vas a poner a llorar sin tu mascotilla? —Él enarcó una ceja. Pasó su brazo sobre mi hombro y me apretó contra él de forma amistosa.
—Dale una paliza y te regalo una ballesta el doble de grande que la mía —dijo susurrando fuerte, para que Zuala lo escuchase. Reí levemente y afirmé con una sonrisa.
Bajamos juntas al patio de armas. Me fijé en el cuerpo de esa hembra, alta y robusta. Vestía ropa ajustada, una camisa blanca sobre su torso, ceñida en una cintura ancha, fuerte. Tirantes de cuero ataban su torso a sus pantalones y le sujetaban la ropa mientras soportaban el peso de un par de puñales.
Sus senos eran grandes, redondos y asomaban por los botones entreabiertos de su camisa, de una forma tentadora. Se me iban los ojos solos a ese canalillo.
La comezón del latigazo llegó casi al instante en el que el cuero me golpeó la piel.
Ahogué un quejido y un grito por el susto. Zuala me había azotado sin previo aviso. La marca era como una quemadura sobre mi antebrazo. Me sujeté con fuerza, observando las pequeñas gotas de sangre que empezaban a asomar por esa herida.
—Los látigos son letales. —Levantó las mangas de su camisa mientras hablaba—. Parecen armas inofensivas, pero bien dominados, permiten aplicar muchísimo dolor, mutilar e incluso matar.
Sacudió esa cuerda larga y dura a su lado. Chasqueaba de forma ensordecedora. No la había visto ni sacarlo. Bajo esas mangas había mantenido ocultos un surtido de tatuajes.
Una serpiente enroscada en su antebrazo derecho. Una espada en el izquierdo. Una daga en la cara interna. El resto adornado con flores vistosas. Estampadas por doquier.
Zuala sonrió al verme sostener la herida. Se acercó a mí y me levantó el brazo a la altura de sus ojos, mató una sonrisita. Yo tenía mis ojos puestos en su piel entintada.
—Sobrevivirás —dijo ella—. Necesitas mucha fuerza en los brazos para dominar un látigo o un lazo, pero no eres una debilucha. Tienes músculo, la base es buena. Ven, te mostraré el cuarto de juegos.
Me guio por los cobertizos. Abrió una puerta a la que yo todavía no había tenido acceso y me mostró un armero completo. En una parte de la pared había armas de tiro, todas de Juvard supuse. En otra, cuchillos, puñales, dagas, y un montón más de armas de filo. En una parte más pequeña, cuerdas, todas enroscadas.
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Los Relatos de Valentia
FantasyEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...