16. Aradia

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Sus ojos encontraron los míos antes de que terminase de acomodarme. El hijo de puta me había percibido de alguna forma. Agares gritó despavorida cuando el tipo se arrancó de sus brazos para echar su cuerpo sobre la ventana de la habitación. Él se perdió en el interior del burdel. Buscaba sus pertenencias y venía a por mí. No le esperé.

Mi única ventaja era conocer mejor que él los puntos exactos en los que las maderas eran firmes, y podías pisar sin romperte la crisma.

Me lancé sobre la barra que sostenía una de las pocas farolas que teníamos en el cuarto nivel. En ese momento supe que no probar mi cuerpo antes había sido una gilipollez.

Mi mano se aferró al metal, pero el resto de los músculos no respondieron al peso y resbalé. Golpeé el suelo con la espalda. Perdí el aliento por unos segundos. Un puto perro empezó a ladrar desde esa casa. Lo que me faltaba, una alarma para pudiera saber dónde estaba.

Escuché pasos, y de nuevo, ese tintineo. Era él.

Me levanté a trompicones del suelo. Si yo sentía su poder de esa forma, si yo sentía la magia como campanitas en plena feria, él sentiría lo mismo. De ser así, los lugares ruidosos no ayudaban.

Solo había un lugar ruidoso. Uno que era una trampa mortal. Volví mis pasos. Corriendo hacia el burdel por la calle trasera. Cruzamos nuestros caminos. Chastel corría por la otra calle contigua, siguiendo la dirección que había emprendido en un inicio.

Volver al lugar de inicio. Ningún chiflado lo haría, yo sí. Nadie imaginaría que el conejo tras huir de su madriguera volvería a ella rodeando al zorro.

Mis pasos se volvieron rápidos, ansiosos. Los callejones traseros mantenían la umbría, con eso me podía esconder. La espalda estaba crujiéndome de dolor. Llegué a la ventana por la que había entrado la primera vez. Me dejé caer por ella, deslizándome con torpeza. Metí el pie de lleno en la letrina y la mierda me llegó a la rodilla. Hice una mueca de asco.

—Eso sí que es una entrada bochornosa —dijo una voz a mi espalda. Me quedé quieta.

Giré mi cuerpo poco a poco mientras salía de ese mierdero. Aradia, el pavo real de la familia. La víbora. Estaba hundida en la tina. Su cuerpo negro, grande y flácido cubierto por agua caliente y perfumada.

Se miró las uñas con desdén, como si tenerme delante fuera una faena demasiado pesada para su gusto. Me miró de nuevo e hizo una mueca de desaprobación. Entrecerré mis ojos, buscando una forma de convencerla de que no me descubriese. Ella no era santa de mi devoción y yo de ella tampoco.

—Te dimos por muerta hace mucho —habló de nuevo—. Te diría que me alegro de verte y todo eso, pero mentiría. Deseé que estuvieras pudriendo tierra.

—Siento darte un disgusto —Elevó sus comisuras, una sonrisa rebelde.

—Estás muy equivocada con lo que haces. Confías en quien no debes.

Juzgué su semblante, la serenidad con la que me halaba. Ella siguió:

—Te muestran afecto mínimo y caes a los pies de cualquiera. No te está cazando un lobo que corre tras una presa, tu depredador es una tarántula, paciente y laboriosa. No va a correr, está tejiendo una red —Sus ojos color sangre estaban hundidos sobre los míos—. Yo no tengo bandos. A mí me da igual todo, pero los hay que decidieron ya quien es el vencedor ¿Agares ya se te ha ofrecido para follar? ¿No? Era la que más se parecía a Zem, la mejor para tentarte —Retrocedí.

—Agares es mi amiga —gruñí entre dientes.

—Y pronto te clavará un cuchillo por la espalda. Si no lo hace ella, lo hará Iggor. Ambos están a las órdenes de Chastel —Negué.

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora