Solo pude romperme las cuerdas vocales a chillidos ahogados cuando me cerraron las mandíbulas con ese artilugio que me obligaba a morder con fuerza un palo de madera y a no mover músculo alguno de mi rostro. Arranqué a llorar y a ahogarme en el llanto.
El carruaje partió a toda velocidad hacia la zona alta. Los cuatro caballos rompían el silencio de la noche con el repique de sus cascos contra el suelo.
Yo estaba chillando. Gritando voceos ininteligibles como una loca. No podía ser verdad. No podíamos haber caído todos en la trampa de ese modo. Esperaba tener una mínima ventaja ante Chastel. De haberlo hecho a mi manera, yo hubiese podido huir y obligarlo a mantener intacto el pacto.
Se había adelantado. Había previsto nuestros pasos. Ahora, estábamos todos muertos. Mataría a todos. Hundiría lo que un día fue mi hogar, mientras a mí me llevaban ante Roswich.
Allí se terminaba todo. Ahí terminaban mis intentos por huir, mi vida de libertad siendo una fugitiva. Había provocado todo eso. Yo era la culpable de todo aquello.
Quise patear la pared del carruaje. Luché por librarme de esa mordaza, quería pelear, quería volver al burdel y morir defendiendo los Luceros con los que me había criado.
No dejaba de ver el momento en el que esa bala mágica había abierto la cabeza a Iggor. No dejaba de imaginar ese mismo gesto en la cabeza de todos aquellos que habíamos dejado atrás.
El siguiente golpe no lo di yo. Vino de fuera.
Cuando recuperé los sentidos estaba tendida en el techo del carruaje. Sí, en el techo.
No supe las vueltas que había dado esa caja de madera cuando habíamos chocado con algo. El relincho de los animales había sido aterrador. Se había escuchado un latigazo horroroso y ensordecedor y luego, vueltas. Golpes y sacudidas seguidas.
Se escuchaban gritos y voceos en el exterior. Contusiones sobre la chapa del exterior del carruaje. Estaba aturdida. Me había golpeado mil veces, parecía una nuez dentro de una caja sacudida.
Mi cabeza daba vueltas todavía. Había una pelea en el exterior, se escucharon algunas suplicas, un disparo. El filo de un arma deslizándose en una funda.
Se abrió la puerta.
—¿Qué cojones?
Había un tipo ataviado con ropa negra ajustada a su cuerpo grande y fuerte. Sujetaba la puerta cuando se giró hacia el exterior del carruaje e informé:
—Aquí hay una chica. No hay baúles de oro.
—Os dije que sería mañana, panda de patanes —vociferó una voz menuda. Femenina y chillona—. Vámonos.
—Espera, Yanira ¿Qué hago con ella? —preguntó el hombre que llevaba el rostro cubierto.
—Mátala —Yo forcejeé. Pidiendo clemencia.
—Bueno... —Se rindió. Le rogué con la mirada.
Todo se volvió oscuro. El paseo de la sangre por mi frente fue lo último que sentí, cuando sacó su arma, me apuntó y luego de pensarlo mejor... Me golpeó con la culata en la cabeza, abriéndome una brecha. Dejándome inconsciente.
El frío del baldazo de agua me despertó de un latigazo.
Me habían tirado encima un cubo considerable para que volviera de mi inconsciencia. Sacudí la cabeza, estaba adolorida. Todavía llevaba los grilletes, todavía estaba maniatada, y amordazada. Sentada sobre una silla de madera.
El agua empapaba mis ojos e impedía que pudiera abrirlos bien. Me sequé sobre mi hombro, buscando estabilizarme. Estábamos en un patio, bajo una pérgola hecha de pajas y madera. Parecía una fortaleza rudimentaria. Recalibré mi mirada. Había gente mirándome. Gente que retrocedió cuando busqué encontrar sus ojos con los míos.
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Los Relatos de Valentia
FantasyEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...