75. Bautizos

11 2 0
                                    


La mañana llegó con dos toques de nudillos sobre la madera de la puerta. Gäal al otro lado informó de que pronto sería la hora de ir al cementerio. Me fui a levantar de la cama y Zuala me apresó con fuerza contra ella, impidiéndome salir de las sábanas.

—Buenos días... —murmuró ella contra mi cuello, asiéndome con ternura.

Un escalofrío me partió los sentidos. Suspiré complacida y me volví para darle un beso largo, con la lengua de por medio, juguetón. La miré, estaba sudada, y además, su piel ardía.

—Tienes fiebre... —afirmé—. No es buen señal en absoluto. Deberíamos avisar a Dante o a Yanira, o...


—Estoy bien. Vamos...

Me dio otro beso y se levantó de la cama a trompicones. Se recompuso con avidez, fingiendo entereza, pero... Algo la estaba debilitando demasiado. Le barré la salida poniéndome delante, y me acordé tarde de que me sacaba dos malditas cabezas y que tenía diez veces más fuerza que yo.

—No puedes ir a ninguna parte así. Zuala, la herida empeora, tienes fiebre. Deberías...

Su cuerpo se apretó contra el mío, pegándome a la madera. La mano de ella recorrió mi cuello, hasta mi mandíbula, apretándome levemente de forma dominante. Ladeó la cabeza, observándome respirar entrecortada, calentándome el cuerpo.

—¿Sabes qué va bien para la fiebre, cielo? —preguntó. Negué levemente—. Sudar... —murmuró sobre mi boca—. Vamos al cementerio, bautizamos a los Luceros y volvemos a cama, y me bajarás tú solita la fiebre...

Casi me tiro de rodillas al suelo y le rezo. Esa hembra me arrancaba la cordura con uno solo de sus suspiros. Afirmé presa de ese poderío, de ese carácter irreverente y esa sonrisa corta, perezosa y altamente provocativa.

Bajamos al salón, y de allí a la calle, buscando la salida hacia el cementerio acompañadas por Gäal. Solo rezaba a Madre y Diablo que la cura se hubiese esparcido lo suficiente por toda Valentia para llegar al mayor numero de los Luceros que iban a venir esa mañana.

Las primeras luces del alba rebelaron una cantidad de presentes que superaba cualquier expectativa que yo tuviera. Nos dejaron paso entre esa aglomeración de gentes. Pasamos hasta el final del cementerio, y allí, sobre esa tierra oscurecida y húmeda por el rocío, dibujé un Heptagrama. Dibujé el símbolo de Diablo, con cada uno de los símbolos en los siete vértices de la estrella de siete puntas. Saqué la daga negra que llevaba metida en la ropa y animé a Zuala a ser la primera.

Se colocó fuera de la estrella, y tendió el brazo al centro. Le hice un corte pequeño en la mano, para que pudieran caer unas gotas de sangre sobre el heptagrama. Ella respiró hondo un par de veces, y luego soltó una sonrisa.

—¿Todo bien? —quise saber. Afirmó complacida en respuesta.

Tras ella pasaron un numero indeterminado de Luceros y Luceras que buscaban igual que Zuala el baptismo con Diablo. Despertarían, todos, el poder más profundo que guardaban los seres como nosotros, bueno, como ellos... Pero no tendría mucho tiempo de instruirlos, y a mí me había costado meses aprender bien a dominar esa Magia Oscura.

Cuando estuvieron todos ungidos pedí silencio a palmadas, llamándoles la atención. Había un centenar por lo menos, puede que más. Cuando estuvieron todos atentos empecé:

—La cura se ha estado esparciendo por toda Valentia, respirad hondo todo lo que podáis, está en el aire.

Me hicieron caso. Respiraron todos empapándose de esa sustancia que Pérfida había conjurado. Necesitaba que todos aprendieran a usar el poder de Diablo, que supieran visualizar el heptagrama. Antiguamente, según Dante, se cortaba la forma sobre la piel, pero yo no tenía tiempo para eso, pero había una sustancia que se usaba para el tinte del cabello, y que alguien que conocía bien podría facilitarme: La Henna.

Con esa cosa podría dibujar sobre sus pieles las chuletas necesarias para que se acordasen de cada símbolo y pudieran invocar su poder sin necesidad de estudiar tanto.

Cité por grupos de veinte a los que se habían bautizado, ocho grupos, ciento sesenta reclutas. Para ser una sola ciudad, era mucho. Zuala volvió a la cama, a descansar la herida. Casi nos toca atarla.

Virtudes estaba recontando dinero cuando entré con un golpe en la puerta. Ella se sobresaltó y dio un brinco, luego me miró de mala gana.

—¿Qué quieres ahora?

—Un saco de henna, por favor —agregué amablemente.

—¿Quieres teñirte el pelo? —bromeó.

—Quiero tatuar temporalmente a mucha gente. —Ella tomó una calada de esa pipa larga y me miró por encima de las cejas.

—Entonces deberías mezclarla con tinte negro, aguanta más el color y es más vistoso —recomendó. Se levantó y se asomó por la puerta—. Tú, tráeme henna y tinte negro.

—De inmediato señora —respondió el chaval apelado. Ella se volvió hacia mí.

—Dante pregunta por ti —informó—. Nadie te ha vuelto a ver el pelo ahí abajo.

—Bueno, Yanira dijo que el problema no eran sus reclutas, era la que los entrenaba. Me va bien, así tengo tiempo para lo mío.

Dejé sobre la mesa una bolsita con el pago, y me apresuré en coger aquello que traía el chico. Coloqué ambos saquitos en un petate de cuero y me lo colgué. Salí a toda prisa por esa pasarela metálica cuando de proto un grito pelado me detuvo:

—¡Emma! —bramó Dante desde abajo.

Los Relatos de ValentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora