Entré en una posada lúgubre y vieja, un sitio apartado de mi nivel, en el quinto. Estaba pegada a la muralla del Distrito Alto. Ofrecí al tabernero una cantidad generosa de pimienta por una habitación para una semana.
Regateé un poco el precio, aceptando a realizar solo una comida en vez de dos para estirar un poco la estancia en ese lugar. Era suficiente si no tenía que moverme. La racionaría durante el día.
Entré en ese lugar y vi desaparecer una rata correteando por la esquina de esa pocilga. Un camastro de colchón de paja. Iba a rascarme como un gato pulgoso. Tiré el fardo sobre la mesa de madera. Me quité la capa y el sombrero.
Disponía de un balde de agua fría en mi cuarto para lavarme de ser necesario. Me asomé por la ventana. Estaba en lo alto de esa casa, con un puente o algo, podría alcanzar lo alto de la muralla. Solo era un muro de piedra, de unos tres palmos de ancho.
De mi ventana al muro habría una distancia de unas cuatro zancadas. La ventana era una obertura pequeña, coger carrerilla sería imposible, y yo debía tener una vía de escape buena por si me descubrían.
Miré el camastro. Levanté ese colchón del que salieron dos cucarachas del tamaño de un perro de caza cada una. Qué susto me dieron las hijas de puta. Una la pisé a tiempo, la otra huyó.
—Eso huye asquerosa. Y avisa a las demás de que no quiero que me toquen los huevos —advertí a la alimaña.
Ahogue una risita por lo bajini. Esa era la típica broma de mi tío Bael...
El somier estaba hecho de tablitas de madera. Estrechas y viejas, raídas por las carcomas y las ratas, pero, servirían. Arranqué un par de esas maderas a la altura de los pies. Rasgué una parte de la sabana e hice una cuerda para unirlas a ambas.
Comprobé la distancia que había entre mi ventana y el muro. Até las tablas. Arranqué otro par de maderas, las uní de igual forma. Eran demasiado estrechas, y no podía confiar en un solo apoyo para cruzar esa distancia. Si me caía, me abriría la cabeza como Roswich.
La silla que tenía posada en la mesa me serviría de seguro para la puerta. La encajé apoyándola solo en sus patas traseras. Entre la pared y el armario, tras la puerta. De ese modo la madera, que abría hacia adentro, quedaba trabada.
La silla hacía de bloqueo, sus patas delanteras se hundían en el yeso viejo de la pared. El respaldo falcado contra la madera del lateral del armario. Formas fáciles de cerrar una habitación por dentro, usadlo con cabeza.
Tenía la habitación cerrada y la salida lista, aun así, dormir me parecía imposible. Me eché sobre la cama. No podía desenvolver nada de mis fardos, debía estar lista para partir en cualquier segundo. El colchón rechinó y yo me estremecí. Cualquier ruido, cualquier crujido ahora mismo me parecía una posible amenaza.
No había escuchado a ese hijo de puta cuando me atrapó en mi propia cama. Debí poner algo pesado sobre el portón. Debí irme afuera, huir de verdad. Todo se había ido a la mierda...
Dejé pasar un día entero, pensando en cómo debía actuar en ese momento. Debía cambiar de ciudad, pero, mis ojos iban a delatarme de igual forma si el hijo de Chastel había corrido la voz. Era imposible cambiarme el color, el morado me delataría siempre.
Había estado controlando el color de mis iris a lo largo del día, no cambiaban a rojo en ningún momento. Seguían violetas, por mucho que quisiera respirar hondo y calmarme. No volverían a cambiar jamás.
Ese tipo me daría caza si yo no me espabilaba y me levantaba de ese lugar de mierda.
Al caer la noche, empecé con mi objetivo. Recuperar todo cuanto pudiera de mi hogar, despedirme de ellos, y huir lejos. No en otra ciudad, sino en otro país.
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Los Relatos de Valentia
FantasíaEmma Da Miechi nos adentra en el disparate en el que se convierte su vida tras haber matado al hijo de Roswich, uno de los mayores dirigentes de la ciudad de Valentia. Edmond Chastel, amigo del difunto, la perseguirá en esta historia frenética dond...