28 de febrero de 1912
—"Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis."
La nave central de la Iglesia estaba repleta de gente. Absolutamente todos los funcionarios, compañeros, conocidos y familiares de Paul Levi habían atendido a su funeral. Algunos aguardaban el final del velatorio de pie sobre el inmaculado suelo, otros, sentados lado a lado en la congregación. La atmósfera de la ceremonia era lúgubre —no por la muerte del individuo en sí, sino por las condiciones en las que había fallecido—.
El homicidio del primer ministro había afectado la moral de la nación sin discriminar ideologías o creencias. La indignación por su brutal asesinato era compartida tanto por sus aliados, como por sus opositores. La tristeza podría no ser la misma, pero el desconcierto sí. Por ello, todos aquellos que en algún momento de sus vidas habían tenido alguna especie de contacto con el político, fuera en un contexto amistoso o de riña, habían comparecido al evento. Una manera de limpiar sus imágenes públicas al fingir ser personas civilizadas, neutralizando todo conflicto pasado con un último acto de buena voluntad —una estrategia sucia, pero que lamentablemente funcionaba—.
Los elegantes trajes de luto exhibidos por la multitud no solo resaltaban su elevado estatus social y las respectivas fortunas de sus dueños, pero también dejaban claro que aquella ceremonia era más un espectáculo para la prensa que una genuina despedida a un ente querido; aquella era una competencia de poder político, moral y financiero, no un acto de amor.
Con minuciosa atención, Jean observaba la masiva demostración de hipocresía desde las alturas, en la tribuna que conformaba el segundo piso del edificio —que había sido cerrado unas horas antes y por completo ocupado por sus hombres—. Entre la espesa multitud, divisó a su hermano sentado en la cuarta fila de bancas, junto a su hijo y quién parecía ser —si su memoria no le fallaba— Marcus Pettra.
—¿Están listos? —le preguntó a Eric, quien estaba detenido como un perro guardián a su lado, esperando sus órdenes.
—Siempre estamos listos jefe.
—¿Ya tienen a la ametralladora preparada?
—Mire al vitral a su izquierda.
Jean lanzó su vista al colorido ventanal que se erguía a unos cuatro o cinco metros del altar. Desde su posición, lograba ver sin problemas la sombra de una ametralladora Maxim de 1898, una de las primeras ametralladoras portátiles del planeta. La había adquirido a poco tiempo atrás, en un amigable negocio que hizo con un grupo de mercenarios. Por lo que pudo notar, el arma estaba apuntando derecho a la cabeza del sacerdote, que aún rezaba el réquiem.
—¿Estás armado?
Levantando la blusa, Eric le respondió, presto. Escondida en el borde de sus pantalones, se encontraba una reluciente pistola.
—¿Bonita o no?
—¿De dónde sacaste una Repetierpistole? —su jefe alzó una ceja, sorprendido—. No conozco ninguna compañía que las fabrique por aquí...
—Es porque no es de por aquí, se la robé a un húngaro en un viaje de tren el mes pasado.
—Huh... —hizo una mueca—. Eso hace más sentido.
—Lo bueno es que está prácticamente nueva y me muero de ganas de usarla—Eric se rio, entusiasmado—. También tengo un revólver en el bolsillo y una navaja bajo mi pantalón, por si acaso... ¿Y tú? ¿andas armado?
—Mira a mi izquierda y lo verás.
El joven lo hizo y por un segundo, su boca se desplomó. Un enorme rifle se colgaba de su hombro. Era majestuoso, sin duda alguna. Pero por su edad, parecía más una pieza de museo que un instrumento de defensa. Y no sabía con exactitud cómo Jean lo usaría, tomando en cuenta que nunca tenía las dos manos disponibles y que no se podía mover muy bien sin su bastón. Pero encontró mejor no vocalizar sus dudas. Si él lo había traído a la misión, por algo era.
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Traición y Justicia: El pasado es un misterio / #PGP2024
RomanceEl ministro de justicia Claude Chassier siempre se ha negado a hablar sobre su pasado, pese a las constantes indagaciones de su hijo, André. Pero cuando una serie de violentos asesinatos comienzan a ocurrir a su alrededor, amenazando su seguridad, l...