Acto 2: Capítulo 7

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Carcosa, 10 de marzo de 1888

Al día siguiente, el sol se había escondido detrás de las nubes, decidido a no salir. La lluvia que desde la cima descendía era escandalosa, violenta, pesada. Caía con una fuerza iracunda, acompañada de truenos estridentes que azoraban a los peatones sin piedad. Desde la madrugada, Carcosa se veía ahogada por el diluvio. Calles se inundaron, árboles se derrumbaron, y avenidas enteras se volvieron sucias, poco transitables.

El camino que Jean tenía que recorrer todos los días desde la Academia hasta su trabajo fue una de las excepciones, por suerte. El adoquinado de la calle, la falta vegetación y la red de alcantarillado disminuyeron de manera significativa los destrozos causados por el aguacero. Eso no es decir, sin embargo, que él se había salvado de su furia. Estaba empapado hasta el alma. Sus zapatos, arruinados; su cabello, despeinado; su mente, trabajando en exceso, tratando de no pisar los enormes charcos que adornaban la vereda.

Cuando vio entre medio de la lluvia y de la niebla el cartel del Colonial, fue como si hubiera encontrado el tesoro al final del arcoíris, o el descanso después de la muerte. Sintió un alivio celestial. Al abrir la puerta, exhausto, notó que Elise estaba conversando con un mesero, dándole instrucciones de cerrar el restaurante después del fin del horario de almuerzo. Temía que la tormenta empeorara con la llegada del crepúsculo.

—¡Jean! ¡¿Qué haces aquí?! —exclamó la mujer, al percatarse de la presencia del violinista. Su maletín lleno de partituras parecía haber sido salvo por la impermeabilidad del cuero, pero su ropa estaba visiblemente estropeada—. No necesitabas venir hoy, la banda no va a tocar. —continuó, acercándose con apuro—. Michel, trae una toalla, manta, lo que sea... Dios, estás demasiado helado.

—Ni tanto... —respondió con aire burlón, rechinando los dientes.

Mientras hablaba el funcionario corría a la cocina, regresando con un mantel blanco —de los mismos que ocupaban para cubrir a las mesas del primer piso— y se lo entregó a Elise, que lo usó para abrigar al estremecido muchacho.

—Te vas a resfriar con esa ropa... Michel, hazme otro favor...

—Claro, mademoiselle.

—Llama un carruaje, por favor. O por último un cabriolé. Ve al hotel de la esquina, ahí aún debe haber algún cochero disponible—apenas terminó de hablar y el mesero asintió, preparándose para aventurarse al mundo exterior.

—¿Carruaje?... ¿Adónde va-amos? —Jean inquirió, su baja temperatura responsable de sacudir cada palabra y dar duros espasmos en sus dedos—. ¿A mi departamento?

—No, no... es demasiado helado y tiene pésima ventilación —él alzó las cejas, ligeramente ofendido—. Tranquilo, lo sabrás cuando lleguemos —la dama ignoró su expresión, frotando sus manos contra sus huesudos hombros—. ¡Ay! ¡No deberías haber salido de casa hoy, la ciudad está un caos!

—Tenía que e-estudiar —contestó, sonriendo—. Y trabajar... Y h-hablar contigo.

—¡Podías haber hablado conmigo después!

—No... no podía. T-tengo que hablar contigo a-ahora —su repentina seriedad la hizo detener su masaje y ojearlo con recelo.

—Bien... Si es algo tan urgente... déjame llevarte a un lugar privado, a que te cambies esa ropa y te calientes un poco primero. Después podemos conversar cuanto quieras —sugirió, ayudándolo a caminar—. Ahora ven. Ningún empleado mío se enferma en mi turno.


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Mientras viajaban, el agua seguía azotando la ciudad, sin la mínima pizca de piedad. Las gotas caían como balas en el vidrio del carruaje, cada una más recia que la otra. Elise, sentada frente a frente con Jean, lo observaba con cierta desazón, apreciando su suave tos con angustia.

Traición y Justicia: El pasado es un misterio / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora