Acto 2: Capítulo 6

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—¡Ahí estás! —exclamó Claude desde el interior del carruaje, abriendo la puerta con una sonrisa dichosa—. Pensé que no vendrías.

—Bueno, pensó mal, ilustrísimo secretario —ella respondió, subiendo al vehículo con su ayuda —. Perdón por la demora.

—Llámame por mi nombre. No hay necesidad para formalidades mademoiselle.

Una vez sentada, se permitió analizar de pies a cabeza al extravagante y mujeriego político. En la ocasión, llevaba puesto un traje negro con botones dorados, un chaleco avellano de rayas y un corbatón verde musgo. Sus manos estaban cubiertas por unos gruesos guantes de cuero —que deberían estar quemándole los dedos por el calor—, y sus pies, por zapatos del mismo material, muy bien lustrados. 

Por la variedad de telas y de colores que lo cubrían, era bastante obvio que el sujeto no provenía de Carcosa. En la gran ciudad, el estilo y corte europeo era la norma para caballeros de su clase. Por ello, la variedad de texturas y paletas se reducían; las únicas partes del atuendo masculino que diferían de acuerdo al gusto individual era el formato de los cuellos y de las mancuernas. Fuera de eso, el vestuario era bastante estándar y no permitía el uso de tonos llamativos en sus prendas.

En otras palabras, Claude se destacaba de su entorno, como una estatua manierista en plaza pública. Su belleza viril y su constitución robusta apenas empeoraban este problema; los carcoseños tendían a ser corpulentos, no necesariamente musculosos. Pero él, con su actitud relajada, bordeando fanfarrona, parecía disfrutar bastante la atención. Fuera por su complejo de Narciso o por su vanidad excesiva, solo Dios sabría decir.

—Bueno, entonces no hay necesidad de que me llame mademoiselle tampoco.

—Si así lo desea... El tuteo será mutuo — él respondió, devolviéndole la misma mirada escrupulosa y fascinada.

El secretario no exageraba al decir que Elise podría muy bien ser la muchacha más linda que ya había visto en su vida. Su cuerpo, moldeado por un vestido de rayas azul claro, hizo partir a sus labios y a su boca humedecerse. Su piel, suave como los pétalos de una rosa primaveral, perfumada como los jardines del edén, lo hizo pensar en cómo sería tocarla y sentirla bajo sus dedos. Sus ojos cálidos, de mirada penetrante, hacían a las llamas del infierno parecer tenues y lo invitaban a arder por la eternidad. Su cabello castaño —apartado de su rostro por un broche floral— caía sobre sus hombros y espalda como una cascada, en la cual él deseaba sumergirse lo más pronto posible. 

Fue entonces cuando —poco sorprendido por los pensamientos impuros que corrían por su cabeza, pero alarmado por la rapidez con la que aparecieron— él entendió por qué su hermano se encontraba tan encaprichado de la dama, era indubitablemente hermosa. Además, por lo que había oído, poseía un intelecto que pocas otras señoritas de su edad compartían. Era una empresaria de renombre, maestra de las finanzas, excelente cocinera y una líder prolija; su carrera era digna de aplaudirse y él se encontraba impresionado por ella —lo que significaba también que se veía intimidado por la pose e imponencia de la joven, algo que rara vez sucedía—. Por esto, cruzó las piernas y apoyó ambas manos sobre su regazo, antes de tragar en seco y reservarse a decir, mientras el carruaje avanzaba por el desparejo adoquinado de la calle, un par par de palabras nerviosas:

—Lindo atuendo.

—Gracias... El suyo tampoco está tan mal, debo admitir —ella respondió, girando la cabeza hacia la ventana, a observar la familiaridad de la zona que dejaban atrás.

El incómodo silencio llegó en ese momento, tenso, frío, y difícil de soportar. Claude, aclarando la garganta, se dispuso a hablar sobre el primer tema que se le vino a la mente, indispuesto a pasar los próximos diez minutos sentado en semejante hastío.

Traición y Justicia: El pasado es un misterio / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora