Acto 4: Capítulo 2

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Carcosa, 13 de marzo de 1888

—Este paseo sin duda fue interesante —comentó el secretario, cruzando junto a su acompañante la desierta explanada de la plaza central, siendo observados de lejos por las sombrías estatuas de la Iglesia de Carbón.

Ya habían volteado la noche cuando decidieron irse del muelle. El sol todavía no salía, pero pronto lo haría, quemando sus córneas con todo su fulgor. Ambos sabían que sería más prudente regresar a casa antes de que eso ocurriera. Primero, porque ningún ciudadano de respeto estaría rondando por la calle a aquellas sospechosas horas, pero sí los Ladrones, violadores y asesinos; segundo, porque la resaca que pronto tendrían los golpearía sin piedad, dejándolos en un estado de aturdimiento despreciable; tercero, porque tendrían que lidiar con una habladuría sin fin si alguien los viera caminando juntos en plena aurora. Era mejor separarse en la privacidad tranquila de la madrugada.

—¡Vamos! Te divertiste, admítelo —dijo la mujer, arrastrando sus palabras, dándole pequeños golpes con el codo para molestarlo.

—¡Bien!... Tienes razón, sí me divertí —él levantó una mano, a modo de protesta—. Pero soy el secretario del ministro de justicia, no puedo hacer esto muy a menudo...

Sus mismas palabras le recordaron una conversación que había tenido con su padre algunos años atrás, cuando había regresado de una supuesta "tertulia" en la casa de unos amigos —que, como él, eran estudiantes de derecho—.

¡Tienes una reputación que mantener! ¡No puedes andar holgazaneando por ahí!... ¡Y no dejaré que el nombre Chassier sea ensuciado por tu negligencia!... 

¡El nombre Chassier ya fue ensuciado por tus propias acciones! le gritó de vuelta al señor Chassier y  recibió un palmazo violento y brusco a la cara.

—¡T'es un putain d'enculé*! ¡¿Cómo te atreves a levantarme la voz?! 

La reprimenda terminó con un tintero siendo lanzado a su cabeza. Si se tocaba la frente, aún podía sentir la cicatriz dejada atrás por uno de los pedazos de cristal roto que cayeron sobre sí.

Decidiendo concentrarse en algo menos perturbador que la turbia relación que tenía con su padre, aclaró la garganta y apuntó a la calle del Colonial, una de las pocas de la capital que eran iluminadas durante toda la noche (la gran mayoría eran apagadas luego de las doce). Entendiendo su petición, Elise asintió con la cabeza y ambos entraron a la cuadra, caminando con pasos inciertos sobre la acera.

—¿Te gusta tu trabajo? —ella preguntó de pronto, luego de pasar frente a su restaurante, cerrado, sumergido en tinieblas.

—¿Siendo honesto? —indagó con un suspiro—. Sí. Me gusta lidiar con la gente, con sus problemas. Ayudar a la nación en lo que pueda. Me hace sentir útil... Aunque es bastante difícil hacer que las cosas pasen y que cambios ocurran, operando a través de un organismo tan mal organizado y anticuado como el que usamos en Las Oficinas. El esfuerzo vale la pena, pero... es frustrante. Sin hablar de lo mucho que detesto a mis colegas. Son unas momias plutocras... plutoclas...

—¿Plutocráticas?

—¡Eso! —exclamó con entusiasmo—. ¡Unos malditos!... ¡Flojos de mierda!

¡Monsieur le secrétaire*!

—¡Perdón, perdón!...  Pero no retiro lo que dije. 

—Ni lo deberías —ella afirmó, sonriendo—. Y tan solo bromeaba, no tomo tus palabras duras como ofensa. Ellos son unos flojos de mierda —él alzó las cejas, fingiendo perplejidad—. ¿Qué? ¿Nunca has oído a una mujer maldecir antes?

Traición y Justicia: El pasado es un misterio / #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora