Capítulo XXIII

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Alexander

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El sol era apenas una línea indistinguible en el horizonte cuando giré la camioneta para tomar el camino que nos llevaría directamente al territorio de mi manada. El cielo estaba pintado de naranja y rosa.

A mi lado, Metzli estaba recargada en el respaldo, su cabeza inclinada en mi dirección y sus ojos cerrados. Sus largas pestañas descansaban sobre la parte alta de sus mejillas y sus labios estaban ligeramente abiertos.

Podría pasar horas así, viéndola tan tranquila mientras dormía.

Me obligué a regresar la mirada al frente y no distraerme con la forma en la que su pecho subía y bajaba al respirar.

Ya solo faltaba media hora para llegar con mi manada y sentí las palmas de mis manos comenzar a sudar. Estaba nervioso de ver a mi padre, de lo que diría una vez que mirara a Metzli. Sabía que no la aprobaría, que era lo contrario a lo que esperaría como mi mate, pero no me importaba en lo absoluto, estaba más preocupado por lo que pudiera decirle a ella.

Mi padre era un lobo directo, no andaba con rodeos y podía ser muy despiadado. Bueno, era bastante despiadado. No quería que hiriera a Metzli con sus palabras, que la hiciera sentir indigna de ser la próxima alfa.

Menee la cabeza para deshacerme de esos pensamientos. De nada servía ponerme ansioso al respecto, las cosas pasarían como tenían que pasar y si era necesario, confrontaría a mi padre por primera vez en mi vida si llegaba siquiera a mirar de mala manera a mi mate.

Subí un poco el volumen de la música y cuando me cercioré que no hubiera perturbado el sueño de Metzli, seguí nuestro camino.

Cuando vi a lo lejos la gran puerta de fierro y la cerca que delimitaba nuestro terreno, apreté mis manos en el volante.

La mayoría de las manadas delimitaban su territorio de forma natural, marcando con su olor la periferia y designando objetos naturales como límites. Sin embargo, mi padre había decidido poner una barrera física que alejara de nuestro territorio a los visitantes inesperados, así como a nuestros enemigos.

Éramos la manada más numerosa en este lado de Canadá, nuestro poder político y militar se imponía sobre las demás, por lo que las medidas de seguridad eran más que nada preventivas, por si acaso algún omega solitario o una manada lo suficientemente estúpida como para atacarnos tuviera que atravesar primero nuestras fronteras.

La cerca era de cemento y barrotes, se levantaba sobre cuatro metros de altura y seguía todas las irregularidades de nuestro territorio. Las únicas entradas eran la puerta principal y un espacio alejado de las viviendas donde desembocaba un río. Ambas eran custodiadas por un pequeño convoy de lobos las veinticuatro horas del día.

Cuando el carro de enfrente se detuvo frente a mí, vi al guardia platicar animadamente con nuestros betas. Víctor, nuestro beta, alargó su brazo y estrechó su mano con los tres lobos que estaban custodiando la entrada.

Después de que dieran la orden, las grandes puertas se abrieron y continué el último tramo que nos separaba de mi hogar. Al pasar por los guardias, todos bajaron su cabeza en señal de respeto y yo los saludé con un breve gesto.

Las puertas volvieron a cerrarse una vez que la camioneta detrás de nosotros entró.

Subimos la pequeña pendiente que daba a un terreno grande y plano. En medio se encontraba el hogar de los alfas. Un edificio con rasgos victorianos, pero con el tamaño de un pequeño castillo.

Alrededor, había unas cuantas casas que pertenecían a los betas y familiares más allegados. Mientras que los demás lobos de la manada tenían sus viviendas esparcidas por el resto de los terrenos.

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