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A Roxana la despertaron los gritos. La inconfundible voz de su padre Sebastian resollando a través de las paredes. Y para su sorpresa, también la de su madre Madeline. No era habitual en ella dar berridos como aquellos, pero Roxana intuía que había llegado al límite de su paciencia.

No eres más que un borracho – chilló Madeline -. Te pasas el día roncando en la cama mientras yo trato de ganar algo de dinero para poder alimentarnos. Y tú te lo gastas en las mesas de juego cada noche.

Cállate zorra.

Estoy harta. No hay ni una sola noche que no llegues apestando a ron o a puta barata. ¿Por qué no nos haces un favor a tu hija y a mí y desapareces de una vez?

¡He dicho que cierres la puta boca!

El estruendo del golpe hizo que Roxana saltara de la cama. Sabía antes de verlo que aquel sonido era el del cuerpo de su madre chocando con el armario de la cocina. Pero la escena fue igual de impactante.

Madeline se había hecho un ovillo en el suelo mientras Sebastian castigaba su cuerpo con una patada tras otra. Roxana no dudó, se interpuso en la trayectoria de los feroces golpes para protegerla, ganándose un contundente puntapié en el estómago que le sacó todo el aire de los pulmones. Se le nubló la vista por el impacto dejando sus extremidades desmadejadas. No pudo oponer resistencia cuando su padre la jaló del cabello y la lanzó con una fuerza monstruosa contra la pared. El impulso y la propia inercia de su cuerpo hizo que acabara golpeándose la cabeza contra la pared.

Con un grito de pavor, Roxana abrió los ojos.

Miró a su alrededor aterrada en busca de alguna amenaza, pero se encontró sola en la parte de atrás de un lujoso carro.

El cochero detuvo a las enormes bestias que tiraban de él para ver qué demonios había pasado.

— ¿Todo bien ahí atrás señorita?

Aquel tipo perfectamente trajeado la observó a través de la neblina con la ayuda del pequeño farolillo. Estaba tan pálida como si hubiera visto un espectro, con los ojos llorosos y los labios rojizos algo ensangrentados. Llevaba un rato escuchándola revolverse, pero intuía que no debía ser más que una pesadilla. Todas las chicas que llevaba a aquel lugar solían tenerlas.

— ¿Y bien?

Tras tomar una profunda bocanada de aire, Roxana asintió despacio.

Esperó hasta que el cochero retomó la marcha para enjugarse los labios doloridos. Había vuelto a mordérselos mientras dormía.

Durante su tierna infancia, había pensado que los sueños eran un descanso de la realidad. Pero desde que estos estuvieron plagados de amargos recuerdos y pesadillas aún más monstruosas, temía la llegada de la noche. Ni siquiera ayudaba saber que su padre ya estaba muerto y que no podría volver a ponerles la mano encima, a ninguna de las dos.

El recuerdo de su madre la atravesó como una estocada. Continuaba siendo doloroso pensar en ella. Aunque comparada con la vida que había sufrido los últimos años, la muerte en sí debía ser un descanso para ella. Jamás habría pensado que tendría que aguardar a aquella epidemia para liberarse de aquel calvario.

La peste bubónica que llevaba amenazando las costas del país desde hacía cinco años había empezado a extenderse por la capital a toda velocidad. Acababa con la vida tanto de campesinos como de nobles, y su familia tampoco se libró.

Sebastian comenzó a quejarse de unos bultos en la ingle y las axilas. Eran tan dolorosos que no le dejaban dormir. Roxana, lejos de sentir pena por él, disfrutó del sufrimiento que le atenazaba día y noche. Por fin, tras años de maltratos, a ese despreciable ser le tocaba saborear el dolor en su propia piel. Aunque la satisfacción desapareció cuando su madre comenzó a mostrar los primeros síntomas. Los médicos fueron tajantes con su diagnóstico, era cuestión de días que ambos murieran. Y si ella quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, debía marcharse enseguida. Ni siquiera pudo abrazar a su madre por última vez.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora