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Dos días después, la mente de Roxana continuaba siendo un hervidero. Los gritos de Diane y Sarah se entremezclaban en sus pensamientos. Al igual las voces de William y Bryce.

¿Cómo era posible que las mismas manos capaces de sacar gritos de dolor pudieran producir un enorme éxtasis? ¿Cómo podían dos mujeres bajo circunstancias similares haber aceptado el yugo que se les imponía? Y lo que más la angustiaba, ¿Por qué habían adoptado ese patrón de orden y sumisión con las doncellas? ¿Era simple excitación o había alguna necesidad oculta?

Su padre había empleado la bebida para tratar de olvidar la basura humana que era. Pero cuando el alcohol no había sido suficiente, había usado los golpes. La primera paliza que recibieron ella y su madre la había achacado a las reprimendas que Madeline le lanzó a la cara. Su ira se había acrecentado, y su madre había sido demasiado ingenua como para creer que jamás le levantaría la mano. Sin embargo, después de aquella noche, Madeline nunca había vuelto a levantarle la voz. Ni siquiera cuando los puñetazos le sacaban todo el aire. Desgraciadamente, Sebastian le había cogido el gusto.

Roxana averiguó gracias a Jone que su padre había contraído unas deudas de juego desorbitadas. Hasta el punto en que muchos se echaban a reír cada vez que lo veían aparecer en los bares de apuestas. Había perdido el respeto y la credibilidad que le había aportado su buen apellido. Ahora, no era más que un despojo humano. Quizás por eso había recurrido a la violencia para desquitarse. Cuando llegaba a casa, el temor que despertaba en ambas le confería cierto poder. Más aún al atizar a dos personas indefensas.

Aquellos dolorosos recuerdos no hacían más que aumentar su curiosidad por aquellos hombres que se habían autoproclamado sus amos.

Suspiró apartándose el sudor de la frente. Acababa de limpiar el baño de Patrick. Era tan escrupuloso con la limpieza como obsesivo con la pintura. Llevaba dos días sin verle para su absoluta dicha. Las heridas de sus muñecas y tobillos no eran más que verdugones. Continuaban con mal aspecto, pero al menos no le dolían. Su trasero, por el contrario, seguía precisando los cuidados de Sarah.

Estaba poniéndose en pie para ir a buscarla cuando escuchó unos sollozos. Confusa salió al pasillo para averiguar de quién se trataba.

La segunda doncella de Bryce, Beatrice trataba de avanzar por el pasillo apoyada en la pared. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Tenía el cabello revuelto y su vestido arrugado colocado de cualquier manera. No fue hasta acercarse a su lado que comprendió el motivo.

Llevaba la espalda descubierta plagada de cortes por el látigo. La sangre manaba de sus heridas, y parecía a punto de desmayarse.

— Dios mío – jadeó Roxana tratando de sostenerla - ¿Qué te ha hecho ese salvaje?

— Necesito a Sarah – lloró con la voz estrangulada.

— Te acompañaré a tu habitación y después iré a buscarla.

Beatrice negó con la cabeza aumentando su llanto.

— Está con él.

La piel se le erizó al comprender sus palabras.

— Está bien, la he visto curarme un montón de veces. Sé dónde guarda los ungüentos. Vamos a su cuarto para que pueda aplicártelos.

Beatrice no contestó, simplemente se dejó casi llevar a cuestas. Los años de trabajo en los establos le habían conferido una musculatura superior a la mayoría de las mujeres. Por lo que a pesar del esfuerzo pudieron llegar hasta la habitación en poco tiempo.

— Te ayudaré a quitarte el vestido.

Con todo el cuidado que puso, le bajó las capas de tela tratando de que no rozaran su piel. Si la espalda le había parecido severamente dañada, su trasero y muslos habían corrido la misma suerte. En comparación con ella, el castigo de Patrick no había sido nada.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora