-2-

3.9K 123 0
                                    

Patrick supo que trataría de escapar en el instante que vio la expresión de pavor en sus ojos. En ocasiones, el miedo llevaba a las personas a actuar de maneras poco ortodoxas y del todo descabelladas. Él también había sido temeroso y alocado al tratar de resolver sus propios conflictos. Pero ya no...

Dejó que Milton la acompañara a sus aposentos mientras terminaba su última pintura. El recuerdo de aquel día era tan amargo que se le hizo un nudo en la garganta. Siempre sucedía así, se le calentaba la polla en cuando percibía un ápice de debilidad. Casi no podía esperar, ansiaba oír los gritos, la piel pálida tornándose rojiza. Y, sobre todo, las súplicas por piedad. El simple recuerdo logró ponérsela dura.

El problema venía cuando todo terminaba. Cuando su semilla cubría las heridas de la doncella, y su bestia quedaba saciada por el momento. Ahí venía el asco hacia sí mismo. A la cosa en que lo habían convertido.

Con las venas del cuello marcadas y las manos apoyadas en sus muslos, analizó la obra. Era tan fiel a la realidad como los otros cuadros. Un recuerdo de cómo había vuelto a sucumbir a sus instintos más feroces.

Escuchó el reloj de la casa tronando. Ya era más de medianoche. Y si había analizado bien la expresión de su nueva doncella debía darse prisa.

Buscó entre sus prendas unas calzas de lana lo bastante gruesas como para protegerlo del frío y su túnica más gastada. Una tras otra, fueron apareciendo en su mente multitud de posibilidades. Era la presa más alta con la que iba a jugar. Y también, imaginaba, la más osada.

Sabía que su doncella había sufrido la muerte de sus padres y la amenaza de aquella enfermedad tan agresiva. Pero no tenía claro si había experimentado el verdadero pavor. Su expresión al mirar los retratos había sido de absoluto pánico. Y por su corte de pelo, no era de las que se quedaban sentadas aceptando su cruel destino.

Bajó en silencio las escaleras y salió por una de las puertas de servicio hacia el jardín. La iluminación era escasa, pero conocía el camino de memoria. Aguardó oculto en unos matorrales durante largos minutos, y entonces ocurrió. El cristal de una ventana se hizo pedazos. No sabía exactamente qué parte del mobiliario habría usado, pero la desesperación de su doncella quedó palpable cuando la vio arrastrarse por aquel minúsculo hueco. Sabía aún sin ver que los cristales debían estar desgarrándole la piel. Aquella idea hizo que comenzara a endurecerse su miembro.

Le dejó tiempo para incorporarse curioso por lo que haría a continuación. Tras mirar a su alrededor, Roxana salió escopeteada hacia la verja de la entrada, corriendo sobre la hierba aprovechando la oscuridad. Decidió darle unos segundos de ventaja antes de lanzarse a la carrera. Procuró hacer el menor ruido posible a medida que se acercaba. Quiso por capricho permitirle llegar casi a la salida antes de agarrarla.

La había pillado desprevenida por completo, y bastante agotada por la intensa carrera. Cuando su brazo rodeó el delicado cuello, apenas tuvo que esforzarse para que quedara inconsciente.

— ¿Todo bien, amo? – dijo viejo Michael Brumby.

El encorvado vigilante llevaba más de veinte años supervisando la entrada al caer la noche. Una vida nocturna y solitaria bastante aburrida. Aunque desde la muerte de su esposa, se había vuelto tan taciturno como adusto. Todos sabían que aguardaba la muerte, aunque esta persistía en pasar de largo.

— Tranquilo Michael, es su primer día.

La tomó en brazos comprobando que era más pesada de lo que aparentaba. Aunque con aquellas faldas tan voluminosas siempre era un lastre cargar con cualquier dama. Estaba deseando despojarla de cada una de sus prendas para examinar su piel.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora