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Había pasado toda la noche preparando su plan, pero este no estuvo completo hasta que no logró excusarse para visitar los establos. El caballero que lo atendía era un hombre cercano a los cuarenta llamado Alfred. Se mostró cordial cuando la vio llegar, pensando que venía con alguna instrucción de su amo, Patrick. Desgraciadamente, nada más comprobar que solo sentía curiosidad por los sementales, le pidió amablemente que se marchara.

— Solo pretendía echar un vistazo. Pasé varios años cuidando los caballos de un marqués.

— Me la estoy jugando simplemente por hablar con vos, señorita – le explicó mientras limpiaba la cuadra de un macho.

Lo había dejado fuera atado a la vista del ojo crítico de Roxana. Era sin duda un ejemplar magnífico y muy musculoso. Ideal para carreras de corta distancia. Ella necesitaba uno más esbelto y con las extremidades más larga que pudiera aguantar horas cabalgando hasta el pueblo más cercano.

— Por favor, solo mirar y acariciar. Ya sabes lo duro que es estar lejos de criaturas tan magníficas como estas.

El pobre hombre suspiró. Roxana tomó buena nota de aquello. Al parecer apelar a los sentimientos podía servir en ocasiones para algo.

Dentro de las caballerizas, examinó al resto de caballos. Había dos de características similares al primero. Todos fuertes y de buena presencia. Estaba claro que les importaba más la estética que la funcionalidad. Aunque algo le decía que sus amos no tenían por costumbra cabalgar largas distancias. Si lo único que hacían era cazar, con el sprint de sus machos sería más que suficiente.

Por fin, cuando empezaba a perder la esperanza de encontrar al caballo adecuado, se topó con una yegua torda magnífica. Su pelaje estaba reluciente, así que debía tener buena salud y alimentación. No era muy alta, pero sus patas eran largas y delgadas.

Le acercó la mano para que pudiera olerla y así se familiarizase con su presencia. Lo último que quería era acabar en el suelo cuando se lanzara a la carrera para escapar. Tal y como esperaba, la yegua era dulce y mansa. La olisqueó un poco y se dejó acariciar, entrando poco a poco en confianza.

— Es preciosa – suspiró Roxana ganándose una media sonrisa de Alfred.

— ¿Roxana, qué haces aquí?

Ambos voltearon rápidamente para ver a Leonor de brazos cruzados frente a los establos.

— Tienes que ayudarme a preparar el desayuno, los amos no pueden esperar.

— Sí, perdóname, ya voy. Ha sido un placer conocerte Alfred. Por cierto, tienes esto impecablemente limpio. No hay ni una rata a la vista. Y eso que no he visto gatos por aquí.

Alfred asintió llevándose una mano al sombrero.

— Se lo agradezco señorita. Su amo es muy escrupuloso con la limpieza.

Tras una rápida reverencia, fue tras los pasos de Leonor, que no parecía especialmente de buen humor.

— Que sea la última vez que tengo que salir a buscarte.

— Lo siento, echaba de menos estar en compañía de los caballos.

— Me es indiferente lo que eches de menos. No pienso arriesgarme a un castigo de mi amo porque tú estás melancólica.

Aunque el tono la enfureció, no podía culparla por ser así. Había comprobado de cerca lo que debían sufrir las doncellas a diario. No quería imaginarse lo que sería para ellas si les daban motivos a sus amos para enfadarse.

— Encárgate de colocar la cubertería – le ordenó una vez entraron en las cocinas donde Beatrice estaba sacando el pan del horno.

Obediente, pese a lo irritante que le resultaba la voz de Leonor, fue cumpliendo una a una todas sus indicaciones. Y aprovechó cierto momento en que se quedó sola en la cocina para tomar un par de panes aún calientes. Los envolvió en un trapo junto a una porción de queso y una botella de vino dulce, lo oculto todo en un estante fuera de la vista. Aunque procuró poner varios tarros de lo que le pareció mermelada por delante para completar su escondite.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora