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No recuerdo con exactitud la primera parte de mi infancia. Sé que mi madre olía a miel. Su aroma cuando me apoyaba en su pecho era tan dulce como el jugo de un panal. Me dormía en sus brazos cada noche susurrándome melodías. Hasta que un día me mandaron a la cama y ella no vino.

Supe tiempo después que había muerto durante el parto de mi hermana. Jamás pude comprobarlo. Solo sabía que aquella niña me había quitado lo que más adoraba en el mundo. La rechacé casi al instante.

Con la ausencia de mi madre, Anthony apareció en mi mundo. Me tomó en su regazo y me dijo que estaba muerta, que debía ser fuerte. Los débiles no sobrevivían en ese mundo. Lloré pidiendo que volviera mi madre, entonces me dio la primera bofetada. El impacto me dejó paralizado, hasta que brotaron más lágrimas. Entonces me dio la segunda, y la tercera. Me advirtió que no pararía hasta que dejase de llorar. Apreté los labios controlando mis sollozos, pestañeando a toda prisa para que se detuvieran las lágrimas. Me soltó otro guantazo más, como para asegurarse de que lo había comprendido bien. Yo aguanté con las mejillas ardiendo. Un dolor punzante hirviéndome en la piel. El Patriarca sonrió satisfecho, y me mandó a la cama.

Aquella fue la primera de muchas lecciones.

Me presentó a mis primos, con los que comencé a asistir a clases particulares. Algunas eran normales, historia, geografía, matemáticas. Lo básico para no volvernos unos ignorantes. También teníamos un exhaustivo entrenamiento físico. Nos enseñaron a manejar puñales y espadas. A luchar cuerpo a cuerpo. Nos hacían correr todas las mañanas para desarrollar una buena resistencia física. Decían que el porte era lo primero que llamaba la atención de un hombre al entrar en una sala. Que nuestra apariencia debía transmitir tanto admiración como intimidación, al menos hasta que nos ganáramos una buena reputación.

Pero había otras asignaturas en las que no había exámenes escritos.

A todos nos regalaron un pequeño conejito para que lo cuidáramos. Pasamos con ellos semanas, hasta que crecieron lo suficiente. Nos dijeron que debíamos matarlos, despellejarlos y despiezarlos para la cena. Fue uno de los momentos más traumáticos de mi vida. Había alimentado, limpiado e incluso dormido con ese animalillo. Pero no tuve opción, sabía que, si desobedecía una orden directa, me expondría al látigo. Además, iban a matarlo quisiera o no. Mejor hacerlo yo, lo más rápido e indoloro posible. Aunque despellejarlo acabó siendo lo peor. Arrancar el pelaje que tantas veces había acariciado... No pude evitarlo y me eché a llorar. Por supuesto me golpearon hasta que paré y continué con el trabajo tal y como me habían pedido.

Esa noche, todos cenamos conejo.

Después, vino un cachorro. Nuestra familia siempre había tenido diferentes razas en la casa en la que vivíamos. Había visto al Patriarca acariciar a su perro, un Foxhound y salir a cazar con él. Por ello, cuando me dieron una cachorrita de Cavalier, creí ilusamente que era un regalo. Que no tendría que matarla.

Me la entregaron al poco de destetarla, al igual que a mis primos. Era la cosa más hermosa que había visto en mi vida. La llevaba durante mis entrenamientos físicos a correr o simplemente jugar. La ponía en mi regazo durante mis horas de estudio. Y por supuesto, dormía con ella.

Cuando cumplió dos años, nos pidieron que lleváramos a nuestros perros al patio trasero. Había infinidad de cuchillos allí. Sentí que iba a desmayarme. Sabía perfectamente cuales iban a ser las órdenes. Sabía que esa noche no volvería a dormir con ella. Aunque el Patriarca siempre sabía cómo empeorar las cosas.

Agarró a su perro, le ató las patas y puso una cuerda alrededor de su boca a modo de bozal y comenzó a torturarlo ante nuestros ojos. Nos obligó a imitarlo mientras nos describía el nivel de daño que infringía cada puñalada, cada corte. Nos enseñó a seccionar extremidades para que el animal o una persona no se desangrara, y la tortura pudiera durar mucho más.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora