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Estaba a mitad de camino cuando el cuerpo de Roxana se estremeció entre sus brazos. No la culpaba, había sido lo bastante avispada como para aguardar a aquella hora para escapar. Lo que no terminaba de aceptar, es que no había forma real de salir de aquel lugar sin ser vista.

Los terrenos que rodeaban la mansión eran excesivamente extensos. Sin árboles que ocultaran sus pasos. Los escasos matorrales del jardín apenas ofrecían unos segundos de ventaja. El final, acabaría siendo el mismo.

Acababa de llegar al sótano y Roxana permanecía inmóvil. Aquello le pareció una mala señal. Probablemente estaba aguardando al instante adecuado para atacar.

— Roxana, no vas a librarte de un castigo después de tu comportamiento. Pero te aseguro que será mucho peor si pones resistencia. Y más aún si te atreves a atacarme.

La postura de tensión la abandonó por completo, en su lugar reaparecieron los temblores. Parecía que los golpes de Bryce no la habían dejado trastocada, a pesar de la inevitable aparición de marcas en su rostro. Además, al día siguiente tendría un fuerte dolor de cabeza.

Una parte de él lamentaba tener que someterla a aquella tortura en aquel preciso momento. Lo adecuado sería ofrecerle un buen baño, una sesión bajo los cuidados de Sarah y un par de palmaditas en la cabeza antes de dejarla dormir. Pero si hiciera eso, sería cuestión de tiempo que volviera a tratar de escapar. Y quizás la próxima vez, él no estaría para protegerla.

— Voy a azotarte veinte veces con la fusta. Si eres obediente, en breve estarás de vuelta en tu habitación. Dejaré que te tomes el día libre.

En un intento por consolarla, la estrechó con fuerza contra su torso, depositando un suave beso en su frente. Roxana continuó quieta, en apariencia sometida a su voluntad. Por suerte, él no era un necio. Notaba su instinto de supervivencia. Casi escuchaba la voz susurrante de su ingenio pidiéndole que se comportara para poder salir lo más ilesa posible. Tendría que enseñarle a esa vocecita a pronunciar las palabras adecuadas. Y para eso, solo conocía un camino.

Su mazmorra privada de juegos era similar en tamaño a la de sus primos. Una cama grande de altos postes para sus juegos, un sofá, una mesa, una cruz y su predilecto para hoy, su potro de castigo. Se trataba de una estructura de madera más pequeña que una mesa, pero con patas de hierro sólidas en las que venían incorporadas cadenas con grilletes.

Sin ganas de posponer el inevitable final, la puso con cuidado en el suelo, procurando mantener un brazo alrededor de su cintura para evitar que cayera.

— Recuéstate sobre la mesa para que pueda ponerte las esposas.

— ¿Es necesario? – le susurró con lo que parecieron lágrimas de rabia amenazando con derramarse.

— Lo más probable es que el dolor haga que te retuerzas. Así será más rápido y fácil para ambos.

Roxana asintió. Obediente, recostó el torso sobre la superficie lisa y barnizada, extendiendo los brazos hasta el alcance de los grilletes. Ligeramente impresionando por el autocontrol de su semblante, ajustó las esposas, cuidando de que no le apretaran excesivamente. Su cuerpo quedó tal y como él deseaba, con las caderas alzadas en el borde del potro. Y sus pies en el suelo, donde la aguardaban el siguiente par de cadenas.

— Ahora, voy a atarte los tobillos a las patas de la mesa.

— Sí, amo.

Respuesta correcta, pensó complacido. Por mucho que aquello fuera una actuación, sabía por experiencia propia que se necesitaba tiempo para doblegar la voluntad humana. La de Roxana era tenaz y sería un verdadero deleite presenciar su evolución.

Cuando el amor ciegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora