Capítulo 1: La casa torcida

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A una casa torcida, en un barrio decadente, llegaría Richard Buttons. ¿Qué trágicos sucesos traerían a un niño de su edad a semejante lugar? Apenas doce años y ya la vida comenzaba a enseñarle las lecciones más severas.

Se despidió con un gesto vago del señor del carruaje. Lo vio perderse en la distancia. El trote de los caballos retumbó en la quietud de la noche nublada. Con solo una maleta de mano, que contenía ínfimas pertenencias en su interior, Richard Buttons, se aventuró a su nueva vida, sin imaginar siquiera las peripecias que esta le deparaba. Abrió con dudas la chirriante reja metálica que conducía al jardín principal y caminó, dando pasos cortos, hacia el atrio de la casona gris. Antes de tocar la campana miró al cielo y le suplicó para sus adentros por una señal de buena fortuna, —nada pasó—.
De un tirón, la puerta se abrió, provocándole una sensación de espasmo, y dos imponentes figuras surgieron de la penumbra. Ella, una mujer algo rechoncha, de peinado raro en forma de cúpula desordenada y con algunas flores silvestres enredadas en el cabello dorado, sostenía en su mano una vela encendida (extraño detalle cuando estaba en auge la corriente eléctrica). A su lado, él, un hombre larguirucho y delgado, vestido con un traje gris y de cabello entrecano impecable, acercó los anteojos a su rostro para apreciar mejor la estampa del visitante. Un perfecto par de recios cuarentones. 
—Deberías pedir a nuestros sirvientes que revisen esta puerta —mencionó la señora ensimismada—, cada vez se me hace más irritante el ruido que provoca. Que se haga cargo de ello Fringle en la mañana.
El señor ignoró las palabras de su esposa y observó su reloj de bolsillo con dificultad. Ella le alumbró con la luz de la vela.
—Llegas tarde, Richard Buttons —dijo él con tono serio después de distinguir la posición de las manecillas y agarró de un tirón el equipaje de las manos del niño.
Richard permaneció en silencio, sin saber qué decir, ante la presencia de los dos desconocidos que le daban tan fría bienvenida.
—¿No hay un saludo para sus padrinos, jovencito? —mencionó la mujer.
—La última vez que lo vimos aún llevaba pañales, Mildred, por supuesto que no se acuerda de nosotros. La memoria de un niño no es tan prodigiosa.
—Tienes razón, esposo mío.
Finalizadas las palabras, el hombre volteó sobre sus talones y tomó la delantera, retornando al interior de la casa torcida, rumbo a los oscuros pasillos. Mildred permaneció un poco más. No despegaba la vista del niño, parecía analizarlo de pies a cabeza. Por las muecas en su rostro, aprobaba y desaprobaba aspectos físicos del pequeño en su mente.
Dio un paso al frente, acortando la distancia entre ambos, y perdió su mirada, esta vez en la quietud de la calle nocturna, observando con disimulo en todas las direcciones.
—Venga, jovencito, que ya es tarde —dijo nerviosa tras el incómodo silencio—. Solo una cosa antes de entrar, no olvides seguir las reglas de este hogar y nunca te encontrarás en problemas: primeramente —enumeró—, los horarios son inviolables, al caer la noche deberás estar en cama y arropado para dormir; número dos —continuó—, queda terminantemente prohibido deambular por los pasillos sin la compañía de un adulto después de que el reloj marque las nueve campanadas; número tres, y tal vez la más importante de todas, el tercer piso, en lo más alto de la mansión, queda fuera de los límites de la curiosidad de los niños, nunca deberás subir ahí —sonrió.
—Y lo típico de la buena conducta: no se corre por los corredores ni por las escaleras, en época de lluvias no se sale sin paraguas, no se comen galletas sin té, ni se admiten mascotas en el hogar, no se debe dejar chocolate regado por las esquinas ni migajas en el suelo, las cartas en sus sobres y el estilógrafo en el tintero —Tomó una enorme bocanada de aire recuperando el aliento—. Ahora, ven conmigo.

¿Las casualidades realmente existen, o son los hilos del destino que tejen cada encuentro como parte de un plan meticulosamente elaborado? Eso, nadie lo sabe. Lo cierto es que la vida de Richard Buttons no sería la misma a partir de aquel momento, las cosas iban a cambiar, él aún no lo sabía. Quizás sus plegarias a la noche sí habían sido escuchadas.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora