Capítulo 19: Un encuentro inesperado

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El regreso hacia el interior de la casona fue inminente. Los niños ascendieron las escalerillas del patio con prisas, retrocediendo sobre sus pasos. Nada podían hacer hasta que las flores adornaran el tronco moribundo del Árbol del Hombre Muerto. Por alguna razón fue la fecha pactada para acceder al Escandilario, la sala del descanso eterno del ancestro fundador.
Pevsner se quedó atrás, en esta ocasión no retornaría a la casa, puso como excusa el cumplimiento de otras obligaciones de vital importancia. 

La puerta blanquecina chirrió una vez que pasaron el umbral. Con la usual frialdad le recibieron los pasillos desolados. La servidumbre continuaba los festejos en la planta inferior; el minúsculo sonar de la música de los tambores era ligeramente audible. Con paso apresurado el notario Moreau se adentró en una de las saletas, Juan Bautista, su hijo le siguió sin protestar. El viento silbó entre los elevados techos, simulando a una misteriosa melodía.
—Hay muchas cosas que no me quedan claras del todo —mencionó Adenia con las dudas royéndole la mente—. ¿Quién profanó el Escandilario? ¿Cuál era su objetivo? La carta que encontramos nos advertía que no debíamos confiar en nadie.
El taconear de sus pasos marcó el ritmo. Volverían a la celebración.

Se apoderó de los pasillos un eco apresurado. Un ser encapuchado apareció desde una de las esquinas sin advertir la presencia de los infantes. Las largas zancadas y el sigilo de sus movimientos eran indicios del clandestinaje de sus acciones.
Alertado y con un movimiento osco, Richard tiró del brazo de Adenia y quedaron ocultos detrás de una columna de remarcado grosor. Cubrió con su mano la boca de la niña, luego ambos observaron con el rabillo del ojo en dirección al desconocido. Le vieron perderse a lo largo del corredor principal. Con pasos silentes le siguieron, manteniendo una distancia prudente.
—¿Percibes un hedor raro? —Richard olisqueó el viento.
En la estancia se volvió notorio un aroma chamuscado, tan fuerte que se impregnaba en las fosas nasales. Procedía de todas partes y a la vez de ningún sitio, sin embargo, se sentía en el aire como si se tratase de un trozo de carbón ardiente acabado de extraer de la hoguera.
La figura encapuchada, con un gesto suave posó su palma sobre el barandal de la escalera principal, dejando al descubierto unos largos dedos. Algo en el color de su piel lucía realmente mal.
—¿Lleva quemaduras en la mano? —susurró Richard con temor a ser escuchado.
Adenia no respondió.
El ser se perdió rápidamente entre los escalones. Ondeaba en el aire a medida que ascendía el largo sobretodo de un color azul apagado. Los niños, tomaron la oportunidad y continuaron la persecución.
—Cenizas sagradas —dijo Adenia al arribar a los bajos de la escalera. No pasó por alto la mancha negruzca que había quedado sobre el pasamanos, justo en el sitio en donde tuvo contacto el personaje.
El aroma se apoderó con mayor fuerza del ambiente. Los pequeños no se detuvieron.
—¡Es nuestro sospechoso! —dedujo Richard—¡Ha aprovechado la celebración para escabullirse!
En un giro rápido vieron al desconocido adentrarse en la biblioteca. Una vez pasado el portón perdieron todo rastro.
Sin dudas, la biblioteca era el lugar ideal para ocultarse, los largos pasillos trazados por los libreros ayudaban a camuflar cualquier presencia, como si se tratasen de las paredes de un elaborado laberinto. Tras la partida de Pierre, el bibliotecario, la habitación había perdido su encanto y pulcritud.
Desde la izquierda del salón unos ojos indiscretos se hicieron perceptibles y un rostro enmascarado surgió bajo la capucha. El sujeto había advertido la presencia de los niños. Intercambiaron miradas por un segundo. La máscara echó a correr.
Richard no le dejaría ir tan fácilmente, él también aumentó la velocidad, sumergiéndose en una acelerada persecución. Las estanterías trazaron el camino.

La figura dobló a la izquierda, luego tomó el camino de la derecha, aun así, Richard no le perdió el rastro. De súbito el rostro oculto se detuvo; giró sobre sus talones. Buttons sintió el pánico helarle la piel. Debajo de la máscara blanquecina, la extraña figura le observaba desafiante.
Una vez más un grito desamparado, proveniente del viento, fomentó la tensión. El niño, aturdido por el repentino estruendo, cubrió sus oídos. Los libros cayeron de uno en uno desde los estantes cual torrencial e incesante lluvia. Richard impotente vio al ente clandestino alejarse victorioso, pero un impredecible suceso le trajo una nueva interrogante.
Antes de huir, la enigmática imagen dejó caer al suelo, por accidente, un papel. Richard, habiendo cesado el revuelo, se acercó al sitio y levantó la hoja. Adenia se incorporó con paso rápido a la escena.
—¿A dónde ha ido? —cuestionó la niña contemplando el entorno.
—Ha escapado —respondió él mientras desdoblaba el papel—, pero no por mucho. Tenemos varias pistas que pueden delatarle.
Adenia levantó la ceja dubitativa.
—¿Es otra carta? —la señorita Ethel reconoció enseguida la refinada caligrafía sobre la hoja, era similar a la que ellos habían recibido.
—Creo que el encubierto también recibió la suya.
—¿Qué esperas? ¡Léela! —la niña sonó impaciente.
Richard alzó el documento a la altura de su vista y aclaró la garganta.
—«Los mapas de la vida muchas veces no nos llevan a los lugares esperados, aun así, cartógrafo, trazas tu propio camino a base de cenizas y sacrificios. Profanador de mundos, Mitómano, las pesadillas te manipulan más allá de lo concebido, pero nunca notas la ausencia de la voluntad propia. El fuego se apodera de las esperanzas. Al abrir los ojos no encontrarás la paz, la luna se volverá la eterna deidad para ti, como los pétalos caídos de las flores de la primavera».
—Alguien intentaba advertirle sobre sus acciones —interpretó la niña tras interiorizar el mensaje leído—. Está dirigida al Mitómano.

Al regresar a los corredores tampoco encontraron al antagonista. Parecía haberse esfumado, sin embargo, ahora los niños contaban con una pista clara de que alguien más conocía de las intenciones maliciosas del incógnito.
—¿Qué sucede? —la señorita Agatha se aproximó con aire alegre por el corredor. No pudo evitar hacer la pregunta al notar el desánimo en los rostros de los niños.
—Aún no acaba la celebración —Adenia sonó desconfiada. Con una mirada fría observó las manos de la más joven de los Aberleen, pero la pulcritud de sus dedos no indicaba rastro de cenizas—. ¿Te marchas tan pronto?
Agatha Aberleen se sintió extrañamente incómoda.
—He decidido salir un poco antes —contestó con una jovial sonrisa—. Comienzo a sentirme agotada y mañana inician los preparativos para el Baile de la Primavera Roja, tomarán un par de días y he prometido a mi madre ayudarla.
La señorita Ethel no tuvo más opción que acallar las palabras acusadoras.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora