Capítulo 7: La niña del invernadero

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Al arribar al corredor, Richard Buttons se sintió extrañado. Los cuadros, con sus marcos quebrados sobre el suelo, y el murmullo proveniente de las inmediaciones de la morada le resultaron inusuales, sobre todo, porque en la casa torcida rara vez se escuchaban voces en los pasillos. Esa mañana todo estaba fuera de sitio.
Renuente a todo encuentro con los Aberleen, el niño decidió tomar un rumbo opuesto y se alejó con paso despreocupado. No había mucho que hacer en los domingos, por lo que, en su afán de conocimiento, Richard, se dispuso a explorar el resto de la mansión. Aún interiorizaba el reciente mensaje escrito en la misteriosa página, solo una frase: «La sala de los Espejos». El texto era claro y él no perdería la oportunidad de indagar en busca de la veracidad de aquellas palabras.
Se detuvo frente a una puerta blanquecina al final del corredor. El sonido de la brisa resopló desde el otro lado.
Buttons sintió una fuerte punzada hincarle la sien. Súbitas imágenes invadieron su memoria, como si algún recuerdo escondido en lo más recóndito de su ser intentase despertar. Potentes y leves destellos le hicieron perder la noción de la realidad. Se sostuvo del picaporte, pero su voluntad desvanecía.
Una simple visión, eso tuvo. Ante él se manifestó la casa torcida, lucía un aspecto derruido, consumida por las tinieblas, los pasillos desolados reposaban bajo una iluminación apagada y un grupo personas desconocidas dormitaban, sumidas en un sueño eterno; las yerbas trepadoras se arraigaban a los muros, haciendo de los techos un refugio.
—¡Despierta! —Richard Buttons escuchó un llamado, la voz se desvaneció en el viento. En cuestiones de segundos, la visión catastrófica de la morada quedó disuelta en el olvido. 
El pequeño inhaló una enorme bocanada de aire. Los recuerdos del episodio quedaron extintos, aunque la sensación de ahogo perduraría un poco más. Atravesó el umbral.

El entorno gélido le recibió. La puerta le había guiado hasta el patio interior,  cubierto de nieve y habitado por algún que otro arbusto de ramas secas. Descendiendo por una de las escalerillas de piedra, se llegaba a un espacio circular, situado en el centro, descansaba «el Árbol del Hombre Muerto», un coloso de tronco encorvado y blanco, tal vez por la alta salinidad e infertilidad del terreno. En la quietud, rechinaba un columpio al ser mecido levemente por el viento. Richard se acomodó la bufanda, contemplando todo a su alrededor. Avanzó.
Captó su atención una majestuosa estructura de amplios cristales e imponente altura. Los escasos rayos de sol se reflectaban en el vidrio que componía el tejado, dotando al interior del local de una peculiar iluminación. Buttons se aproximó un poco más hasta toparse con la entrada. Se asomó de puntillas y acercó su rostro al cristal hasta sentir en la nariz el tacto frío. Miró a través de la trasparencia, pero solo logró que su aliento empañara la superficie. Volteó para asegurarse de que no estaba siendo observado por ninguno de los molestos Aberleen y sin pensarlo dos veces irrumpió en el sitio.
Le abrazó una fresca sensación. Sus sentidos quedaron embriagados por un suave aroma a flores y plantas odoríferas. A lo lejos se intuía el sonar de un flujo de agua. Adentro de la enorme construcción de sílice se respiraba un aire cálido y diferente.
—¡Hola! —llamó Richard, pero nadie respondió. La tranquilidad se mantuvo inalterable.
El pequeño quedó maravillado ante la visión que de a poco surgía. Un espacio de marcada inmensidad describía el interior del invernadero. Los techos, construidos en forma piramidal, altos y traslúcidos, favorecían el desarrollo de un cúmulo de plantas. Varios muros de piedra roja y columnas, habitadas por la vegetación, se acoplaban a la estructura de metal, brindando cierta belleza extravagante al lugar. Se adentró un poco más.
Con un brinco rápido, un gato gris de un solo ojo apareció de la nada y se le enredó, de forma juguetona, entre los pies. Su cuerpo vibraba plácidamente. Luego se alejó dando brincos.
—¿A dónde vas? —preguntó. Por supuesto, el felino no contestó.
Quiso seguirle.
—Los gatos no hablan —mencionó una voz fina a sus espaldas. Richard se detuvo y volteó a ver—. No creo que se vaya a detener. Son seres libres.
Sentada en un claro, entre los arbustos florales más bajos, una niña de cabellos ocre y piel delicada le observaba. Sostenía un libro en su mano. La chica, no mucho mayor que Richard, se acomodó el ropaje y se puso de pie. En su rostro se notaba cierto aire petulante.
—Mi nombre es Adenia —le escudriñó con la mirada de arriba abajo. Llevaba las mejillas de un carmín avivado—. Tú debes ser Richard Buttons, todos por aquí lo saben —Hizo una pausa corta—. Te imaginaba más alto y menos delgado, aunque el color de tus ojos es impresionante.
—¿Qué lees? —preguntó él, señalando el libro que ella sostenía en sus manos. A Richard no le interesaba mucho la plática sobre su apariencia física u otras banalidades, en cierta medida le hartaba estar en la mira de todos los residentes de la casa torcida.
—¿Acaso no lo sabes? —dijo la niña mostrando la carátula. Caminó rumbo al centro del invernadero. Richard no se quedó atrás— Es mi libro favorito. Me fascina la literatura.
—¿Cómo podría saberlo? Por eso he preguntado.
—Se llama «El Despertar de las Almas», mi padre me lo obsequió cuando era pequeña. Me gusta retomarlo cada cierto tiempo, así no se me olvidan los detalles importantes.
—Nunca he oído hablar de él, parece relevante —respondió Richard con un desinterés notable.
Adenia se detuvo y encaró a Richard por un instante, luego desvió la vista hacia las alturas.
—El océano es tan profundo como el desconocimiento humano —dijo ella sin dejar de contemplar el vidrio—. Es una frase que papá no deja de repetir. Supongo que tiene razón —pausó la conversación por un instante y devolvió la mirada al niño—. ¿Tienes algún sueño, Richard Buttons? —preguntó— Yo siempre he anhelado ser doctora, estudiar en una enorme universidad. En mi familia dicen que es un trabajo para hombres. Ciertamente, las niñas no somos menos, no estamos hechas solo para llevar vestidos y sonreír.
Él no respondió. Ella adelantó el paso una vez más y ambos anduvieron en silencio.
—Por cierto, ¿hacia dónde te diriges? —cuestionó el niño.
—Vivo aquí, en la cabaña al fondo, junto a las plantas, mi madre cuida de ellas mientras mi padre trabaja de farolero en la mansión.
—¿No vives dentro de la casa?
—No. No me permiten acercarme, dicen que es un lugar malvado y que nunca dejan de suceder cosas terribles, todos en la ciudad lo saben. Cuando la señora Aberleen mandó a construir el invernadero, durante la remodelación, mis padres prefirieron vivir aquí fuera.
—No me parece un lugar tan malo, solo es una mansión rara ¿No sientes curiosidad de ver el interior de la casa torcida?
—Sí, claro que siento —dijo ella—, pero no es un sitio para niños. ¿Acaso nunca has escuchado la historia del Árbol del Hombre Muerto o la historia detrás de la desaparición del Pintor? Dicen que el artista, el hermano menor de la familia Aberleen, se sumergió en las llamas por voluntad propia; escuchaba las voces de los retratos que le llamaban, día y noche. Su cuerpo nunca fue hallado. Toda una serie de sucesos terribles, aunque no le temo a la oscuridad ni a lo siniestro; no me gustan los finales edulcorados.
Buttons la observó con detenimiento. Ella se mostró reflexiva, exhalando una madurez atípica para su edad. Adenia se acercó a una planta y entre sus manos acarició una frutilla cubierta por hojas transparentes de color naranja. No la arrancó.
—No tengo tiempo para historias —mencionó Richard. Palpó con disimulo la página en su bolsillo, sin que la niña notara el gesto. Ella le dedicó una mirada cargada de dudas —. Estoy buscando la Sala de los Espejos.
—Se le conoce como linterna japonesa —pronunció, ignorando las palabras del pequeño—. Las hojas trasparentes permiten ver la fruta en el interior, a veces las personas son iguales, aunque la casona representa todo lo contrario.
Richard quedó asombrado ante la presencia de una gigantesca mariposa que revoloteaba entre los arbustos floridos. Detuvo su vuelo, posándose por un instante sobre la piedra lisa de una estatua con forma de mujer humana. La niña notó el naciente interés del pequeño.
—Es una Attacus atlas —dijo ella con aire engreído—. Es la especie de mariposa más grande del mundo. Las hembras son más fuertes y alcanzan mayor tamaño.
—Parece que sabes mucho —dijo Richard—. Hablas un poco extraño también.
—Yo podría acompañarte en tu búsqueda de la Sala de los espejos. No debería desobedecer a mis padres, pero mis ansias de conocimiento me impulsan a romper las reglas. Hay mucho sobre esa vivienda que no comprendo y para ser honesta siempre me han atraído las historias cargadas de misterio, me resultan más interesantes cuando tienen un giro inesperado.
—¿Crees en la magia?
La niña meditó su respuesta.
—Creo en los hechos, la magia es confusa de explicar y queda mejor en los libros de cuentos. Tampoco creo en las coincidencias.
Richard mostró una enorme sonrisa.

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En medio de la extraña niebla capitalina, la hermana Asunción, una de las monjas de la congregación de la ciudad, se acercó con paso temeroso a la reja principal de la casa torcida. La mole de concreto le causaba un efecto intimidante. Realizó la señal de la cruz sobre su pecho. Tragó en seco y llenándose de un valor repentino se dispuso a adentrarse en la propiedad. El motivo de su repentina visita le resultaba desconocido, como un borrón en su memoria.
La monja, conocedora de la mala reputación que caracterizaba a la morada se apoyó a la reja y la abrió, un chirriante sonar acompañó el movimiento. Sobre el camino varias manchas de cenizas negras apuntaban a la entrada.
La hermana Asunción abrió los ojos en una mueca de asombro.
Su andar había sido misteriosamente detenido, como si alguna fuerza invisible tirase de ella hacia afuera, impidiéndole entrar a la propiedad. Intentó una vez más, pero toda acción fue en vano

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora