Capítulo 25: El secreto del Escandilario

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La canción del viento trajo consigo el nuevo alumbramiento. Mecieron sus pétalos en el vaivén primaveral, al ritmo de una melodía infernal, las flores del Árbol del Hombre Muerto.
Cuando Argento dejó de tocar el violonchelo no retornaron los cuchicheos triviales de los presentes. La multitud guardó silencio. De forma violenta irrumpieron las campanadas rotas del reloj.
El Prefecto Pevsner alzó la mano desde la distancia y con el gesto captó la atención de los niños. En su rostro se notaba una mueca de duda. El hombre se alejó por el pasillo Este hasta perderse por la puerta blanquecina que guiaba al patio interior. Los chicos le siguieron. Se acercaba el momento de devolver el artefacto a la sala del descanso eterno.
Cuando Richard arribó, «Él» contemplaba el lento rodar de la luna a través del cielo. Se desprendieron al viento los fragantes pétalos rojos del árbol, incluso las ramas chamuscadas habían sanado de sus quemaduras. El tronco lucía más pálido que de costumbre. Jean inhaló una enorme bocanada, luego suspiró con cierta satisfacción reflejada en el rostro.
—Es la primera vez que le veo florecer —mencionó el anciano de forma suave y cortés—. No hubiera sido posible sin todos ustedes.
—Supongo que es el momento de devolver el Quebranto a dónde pertenece —Adenia tenía razón una vez más.
—Así es —afirmó el hombre sin vacilación—. Dentro de algunos minutos la Madre Blanca alcanzará el cenit, pero solo el Creador podrá acceder a la habitación del Escandilario.
—¿No iré con Richard? —protestó ella con notable enfado— ¿Es por qué soy una niña?
—Para nada, señorita Ethel, las niñas son tan capaces como los niños de cumplir cualquier encomienda —alegó Pevsner acallando las protestas—. Para ti tengo otro pedido, mi pequeña Belladona. Sé que obtuviste un objeto importante, una reliquia a la que nadie ha logrado acceder antes.
—¿La caja secreta japonesa? ¿Cómo sabe que la tengo?
—Las mariposas negras —intervino el niño—, ¿vendrán también a por mí?
Esta vez el prefecto se guardó las respuestas. El astro completó su escalada.

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Richard tomó aliento ostentosamente. El rápido ascenso hasta la tercera planta le había dejado extenuado. Caminó con paso cuidadoso por el polvoriento espacio; sujetaba el amuleto como si se dispusiera a realizar un ritual incomprensible. La luz de las velas, de forma misteriosa, nació a lo largo del corredor. Desde los rincones provinieron las voces de los espectros, pero él no logró identificar sus palabras. Permanecieron ocultos en las sombras.
El niño posó la mano sobre el barandal de la escalera del fondo y subió con cierto recelo.  Los escalones bajo sus pies crujieron con enfado. Avistó el portón que marcaba el acceso al Escandilario, leyó la inscripción en la piedra.
Una vez estuvo en la cima, empujó la titánica puerta, pero esta no cedió. Repitió el movimiento, sin obtener resultados. En un tanteo desesperado se trepó sobre la barandilla de la escalera y con un salto agarró una de las velas que relucían a la entrada. La arrancó con facilidad. Apoyándose de la luz, buscó sobre la madera alguna inscripción o pasaje que sugiriese una pista referente a cómo desbloquear el paso. Funcionaba en los libros que él acostumbraba a leer, siempre había un detalle que el protagonista pasaba por alto.
Una calurosa ráfaga sopló, extinguiendo la llama. Reinó la penumbra. Buttons dejó escapar un suspiro de protesta, sus esfuerzos parecían ser en vano. Se dispuso a continuar su indagación, pero el viento imponente arremetió con ganas, empujándole contra el pórtico. Una fuerza invisible dirigió la mano del niño hacia una ranura con forma de huella. Sintió un pinchazo acompañado por un ardor pasajero. De su mano brotó un hilillo de sangre que fue absorbido por los poros de la madera.
El cerrojo tronó antes de que Richard pudiera cuestionarse lo sucedido. La puerta se abrió. Un estruendo acompañó el movimiento. El ambiente quedó impregnado por un aroma a hierro y a azufre. Buttons apretó los puños al lado de su cuerpo y tras tragar en seco se adentró en la habitación.
«¡No tengo miedo!». Intentó convencerse a sí mismo.
Trazada sobre el suelo con cenizas, una línea divisoria le llamó la atención. Era la prueba infalible de que el Mitómano había profanado el espacio días atrás.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora