Capítulo 11: La colección del Maestre

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Esa específica mañana Richard fisgoneaba ocioso. No lograba apartar la vista de un llamativo frasco que reposaba sobre un estante del salón de clases, uno de los tantos objetos que conformaban la colección del Maestre Grand. En el interior del recipiente se visualizaba un escarabajo de franjas color jade, cubierto, en casi su totalidad, por una arenilla dorada. El niño golpeó varias veces el cristal con la yema del dedo, a la espera de que el insecto realizara algún movimiento, pero nada sucedió. El Maestre aún no arribaba al encuentro, por lo que el pequeño se había tomado ciertas atribuciones.
Buttons, aburrido de la espera, anduvo por el pasillo que trazaban los libreros, desempolvando cada ejemplar que cautivaba su atención. Volúmenes de todos los grosores, colores y tipografías.
Observó con asombro las marcas talladas en uno de los maderos. Se trataba del registro de la estatura de la señorita Agatha a través de los años, quedaba en evidencia por tener su nombre grabado encima: ella también pasó su infancia entre aquellos estantes. Richard superaba con creces la estatura de la joven a su edad. Continuó su indagación.
Se detuvo frente a un acopio de recipientes de meticuloso acabado, la colección del Maestre Grand. Todo un espectáculo deleitable para la vista, el hombre se caracterizaba por su gusto refinado. Buttons quedó impresionado por una estatuilla de cera con forma de caballero, las gotas endurecidas del material sugerían que una vez desempeñó la función de una vela. Vislumbró otros cirios de cera negra, pero ninguno se le comparaba al anterior. Un muestrario de piedras preciosas, una pequeña bolsa tiznada, una mano momificada en el interior de una urna, un faisán tallado en el más fino jade con base de marfil, una estatuilla de una deidad árabe de seis manos, un ojo lunar conservado en una esfera transparente, flores disecadas y una corona tejida con puras Belladonas, estatuillas de criaturas exóticas y referencias singulares, un sombrero de copa excesivamente alta con detalles en plata y oro sobre el textil oscuro, un katar ornamentado —una antigua arma blanca usada en Persia y en la India—, entre otras maravillas nunca antes vistas por un niño conformaban un  catálogo destacable por su singularidad.
Por un momento Richard se sentó sobre uno de los banquillos que decoraba el espacio debajo de un ventanal. Desenvolvió el contenido que guardaba dentro de un pañuelo bordado, un obsequio de su buena amiga la cocinera Vanna Ronda. Chocolate, un trozo del más puro chocolate. Buttons saboreó con placer el postre. Daba pequeñas mordidas mientras se deleitaba con el dulce sabor del cacao. Abrió un libro que había tomado de uno de los estantes.
«El secreto de la vida y los sueños». Leyó para sí el título del libro. Se trataba de una de las tantas leyendas e historias a las que había hecho alusión el maestro en lecciones pasadas. Obra inspirada en el texto «La interpretación de los sueños», nacida de la mano de Sigmund Freud. El niño ojeó las páginas rápidamente hasta detenerse en una elegida al azar.

…el juez sabio no siempre conoce toda la verdad, pues el mundo es enorme y hasta la minúscula partícula tiene su propia historia. Un pequeño grano de arena puede cambiar el destino y marcar una diferencia en el tiempo. Aprende a observar los sueños, a diferenciarlos y la realidad se abrirá a posibilidades infinitas ¡Despierta!…

Provocó un sobresalto en el pequeño el sonar de la puerta. Richard no escuchó voces. Dejó el libro sobre el banquillo y anduvo unos pasos en dirección a la entrada. En un momento de dudas volvió la mirada atrás, notando la ausencia; el libro se había esfumado, ahora solo se mostraba un espacio vacío. Buttons creyó ver una mano alargada escurrirse por una esquina.
«Una vez más debo estar soñando».
—¡Aquí estas! —mencionó el Maestre apareciendo por el camino dibujado por los libreros— Perdona la tardanza. Me retrasé un poco cumpliendo con otras funciones.
Grand sujetó a Richard de los hombros, indicándole el camino hacia su escritorio. Sostuvo, por un instante, el peso de la vista en el espacio vacío, luego volvió a su rostro la típica sonrisa que le acompañaba.
En el escritorio próximo ya aguardaba el otro estudiante, un niño silencioso y de aspecto tímido al que Richard poco había visto dentro de la casona. Su cabello crespo y ojos saltones le daban cierto aire de forastero, era el hijo del notario de la familia, Juan Bautista, un chico callado. El padre, Moreau, el señor distinguido y de poco hablar al que Richard había avistado en la biblioteca el día después de su llegada, a diario le acompañaba hasta la entrada del salón. Se caracterizaba por vestir de gris, poseía los cabellos negros e impecables y siempre llevaba una mueca seria que le dividía la frente en ligeras arrugas. En varias ocasiones, Richard escuchó a algún que otro sirviente referirse a él como un hombre de mirada indescifrable e inquisitiva.
—Hola —susurró Richard, pero el niño, como de costumbre no respondió al saludo.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora