Capítulo 29: Una realidad más allá de los sueños (fin)

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—¡Ha vuelto! —escuchó el niño.
Frente a Richard se develaron los conocidos rostros. Le observaban con una expresión esperanzadora y cargada de una alegría singular. Pestañeó un par de veces, intentó difuminar las dudas. Por alguna razón se sentía agotado.
—¡Ha terminado! —mencionó Adenia. Su piel polvorienta le brindaba una imagen deplorable— ¡Hemos vuelto!
—¿Qué sucede? ¿Dónde estoy? —preguntó.
Levantó la mirada del suelo. Su faz quedó bañada por la luz del sol veraniego que se colaba a través de una pared en ruinas. Contempló con pavor el entorno derruido, la habitación consumida y tiznada de la casa torcida le hacía cuestionarse la realidad. Alrededor se reunían los convivientes, todos lucían maltratados por el tiempo. La niña del invernadero sostuvo su mano con fuerzas. Verner también se asomó a inspeccionarle, le escudriñó los ojos con una precisión médica.
—¿Qué sucede? —reiteró Buttons, alejando de su cara la mano del padrino.
El cabeza de familia le dedicó un vistazo a su hija.
—Ya tenía mis sospechas —mencionó la señorita Ethel.
—¿Recuerdas cómo llegaste a la mansión? —cuestionó Agatha.
El pequeño meditó.
—El cochero me trajo hasta la puerta. Recuerdo que esa noche, cuando Mildred me dejó en la habitación, el reloj sonó extraño, hubo una campanada de más.
—Ese pudo haber sido el comienzo de los sueños. —La más joven de los Aberleen le dirigió una mirada meditativa a su padre— ¿Tienes reminiscencias anteriores?
Buttons ahondó en su memoria.
—Es todo muy borroso.
—Creo que le tomará un tanto elucidarlo —Verner extendió su brazo y con un movimiento lento le ayudó a ponerse en pie. Argento dejó escapar un gran bostezo.
—Hemos estado atrapados por mucho dentro de esa maldita pesadilla —intervino—. Pevsner y Suspiria han jugado con las mentes lo suficiente, mientras se alimentaban de nuestras almas.
—De no ser por ustedes, chicos, aún estaríamos enclaustrados entre las remembranzas de nuestros ancestros —El mandamás sonó aliviado.
—¿Cómo lograste acceder a la ensoñación? —interrogó a su tío, la más joven de los Aberleen.
—Lo intenté demasiado. El Prefecto trastornó las memorias de todos, incluso las mías —se mostró serio ante las preguntas—. Al principio sentí miedo de regresar a estos desolados pasillos; tuve que sacrificar una enorme parte de mi alma para marcharme, la primera vez, en contra de cada regla.
—¿Sacrificar una parte de tu alma? —Richard sonó sorprendido.
—La brujería no es cosa sencilla, cada acción tiene su costo —aclaró—, que no siempre es, ni se aplica de la misma forma a las personas. ¿Nunca te has preguntado por qué tus ojos tienen ese color dorado? Tu madre los tiene igual, tal vez, a causa de un ínfimo pago.
—¿Cómo sabías tanto? —Agatha continuó con las averiguaciones, dejando atrás temas menos importantes.
—Conocí los planes de Pevsner gracias al Libro de las Premoniciones Abstractas, pero el bastardo me bloqueó el paso en más de una ocasión. Se esforzó por camuflar la realidad dentro del sueño. Tuve que bañar las paredes de esta casa en fuego, solo así Él bajaría sus defensas.
—Me sorprendió que tuvieras el diario  —Verner intervino.
—Debo admitir que también me resultó extraño. Una vez pude abrirme paso hacia la quimérica pesadilla encontré el registro de Scarlett sobre el suelo de la sala de mi resurgimiento, como si alguien lo hubiese dejado allí para mí.
Richard sintió un escalofrío ascenderle por la columna.
—¡El Prefecto, Pevsner, Él…!
—Tranquilo —continuó el señor Aberleen—, desde hace años dejó de pertenecer a este mundo. Creo que su destino quedó sellado entre las paredes.
—Han manipulado nuestra percepción de la realidad en más de una ocasión —la condesa de Listón Mayor avanzó hacia el niño. Quedó bañada por la luz. A su lado, Salvattore, la sostenía con fuerzas—. Cuando las aguas me absorbieron creí que sería mi perdición, sin embargo, me trajeron de vuelta a la vigilia.
—¿Ha sido todo un sueño entonces? —Los pensamientos se arremolinaban dentro de la cabeza de Buttons.
—Quién sabe —Argento sonó despreocupado—. No pienso quedarme aquí ni un segundo más para averiguarlo.
—Pensaba que nadie podía abandonar la casona —inquirió la condesa.

Con dificultad, el más joven de los hermanos Aberleen se abrió paso hacia la salida. Respiró profundamente de la brisa veraniega y echó a andar. Personajes desconocidos le siguieron.
En esa mañana el cielo despejado resplandecía sobre la visión citadina. Comenzaba a florecer la vida en las calles gracias al bullicio matutino. Con un chirrido trepidante la reja de la entrada cedió. El pintor fue el primero en poner un pie fuera. Grand no perdió la oportunidad y arrepentido por sus acciones se marchó sin una digna despedida.
Cuando Richard desfiló por el portón, miró atrás. El tiempo parecía haber corrido sin piedad por esos pasillos, los retratos tampoco lograron escapar de los estragos. Una paz atípica invadió la estancia una vez se disiparon los sueños. Reinó la calma. Escondió las manos en los bolsillos, se sentía raro no llevar el Quebranto, sin embargo, palpó su botón favorito oculto entre el ropaje.

¿Realmente era él un Creador? ¿Qué significaba serlo? Sin dudas, Buttons no tenía conocimiento de todo el potencial que albergaba en su interior.

Fue conducido rumbo al mundo exterior a manos de la joven Agatha. Crujió el pasto bajo sus pisadas. Detrás de ellos quedaría un recuerdo imborrable, y, levitantes, en el viento, algunas de las confesiones y aspiraciones por cumplir todavía.
—El cochero nos ha traído noticias de tus padres —Argento irrumpió el momento una vez estuvieron afuera, en su rostro se contemplaba un aire tranquilo—. Ambos están bien, pero han tenido que marcharse en el primer tren. Mencionó algo sobre asuntos apremiantes.
—Todavía hay un detalle que no me queda claro —meditó Adenia. Sus padres caminaban junto a ella—. ¿Quién ayudaba a Pevsner? ¿Quién es el Mitómano?
Solo hubo silencio ante la interrogante. Nadie supo contestar a la pregunta de la pequeña. Ese seguiría siendo el secreto mejor guardado de la casa torcida.
—¿Dónde está mi esposa? —indagó Verner con desespero.
Fringle y la amable cocinera, Vanna Ronda, negaron ante la interrogante.
—No la he visto desde el baile. Atravesó la puerta hacia el patio interior, luego no supe más de ella.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora