Capítulo 26: El Baile de la Primavera Roja (II)

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Antes de que Richard Buttons pudiese poner un pie en el peldaño más bajo de la enorme escalera principal, Adenia, de forma sorpresiva, le tomó de la mano. Lo guio con desespero hacia el corredor. Extrañado por la reacción de la pequeña intentó zafarse del agarre, pero no lo logró. Ella se empeñaba en que él la siguiera.
Por algún motivo la celebración se había vuelto casi silente. La música sonaba lejana y distorsionada a los oídos de los niños. 
—¿Por qué tanta prisa? —protestó Richard. Se encontraba aturdido, dentro de su cabeza los pensamientos se arremolinaban— ¿Hacia dónde me llevas?
Adenia se limitó a hacerle una mueca vaga con la cabeza. Con un gesto cauteloso le mostró los objetos que cargaba con ella: el diario de Scarlett y una pequeña caja cerrada. La Belladona llevaba prisas.
—No creerás lo que tengo que decir… —Buttons apenas pudo completar la frase.
—Presentía que algo iba mal —dijo finalmente ella—, y estaba en lo correcto.
—¿A qué te refieres? —preguntó él, pero no hubo respuesta.

Un súbito bullicio ensordeció el sonido de las pisadas a través del corredor. Esta vez, los retratos no siguieron a los niños con la mirada, parecían ocupados con otros asuntos de mayor importancia. El pequeño Creador y la Belladona descendieron por las escalerillas de servicio. Al final del pasillo, el espejo-compuerta los recibió.
Adenia accionó los mecanismos y el marco de ébano negro, aún descompuesto, le cedió el paso. La brisa, procedente de las entrañas de la morada, sacudió las dudas con sus cálidos soplidos. La niña condujo a Richard hasta lo más bajo de la casa y cuando todo sonido quedó apagado se volteó hacia él. Su rostro se mostró ensombrecido por una mueca de pánico. Era el momento de las explicaciones.
—Aquí nadie podrá oírnos —mencionó ella sin detener su caminar—. Presentía que algo iba mal desde el principio, pero aún me quedan puntos por unir.
—No estaba en el Escandilario —Richard atropelló las palabras—, la primigenio. Los espectros, ellos…
—Lo sospechaba —meditó Adenia—. Significa que aún tienes el Quebranto del tiempo contigo.
El niño palpó en sus bolsillos. Ante la escasa iluminación resplandeció el amuleto.
—¿Hacia dónde vamos? —Richard observó los alrededores con cierto recelo— ¿Pevsner no tenía una encomienda para ti?
—Lo vi desaparecer tan pronto diste la espalda —Adenia contempló la caja que sostenía en su mano—. No lo he vuelto a encontrar. Pensé que el Prefecto retornaría pronto junto al árbol, en el jardín, pero me equivoqué. Parece adorar ese tronco seco y maloliente —ella hizo una pausa—. Me resultó curioso que supiera sobre la caja secreta japonesa. Me pidió que le mantuviera al tanto de su contenido, pero todavía no logro abrirla. Siempre he desconfiado de Él, su expresión calculadora me pone los pelos de puntas.
—Pero nos enseñó sobre el mundo de la magia —dudó Richard. Pasó de largo la entrada hacia la Sala de la prueba de la estampa bautismal.
—No —negó Ethel—. Pevsner solo nos mostró humo y espejos, trucos para engatusar a los niños. Creo que hemos sido sus marionetas desde el principio —pensó—. Nadie más que tú puede acceder sin dificultad a la tercera planta, ¿cierto? Como bien dijo Pevsner, no es bienvenido en esa parte de la casa y te necesitaba allí para devolver el Quebranto.
—Te recuerdo que el Mitómano también estuvo allí —rectificó el niño.
—Notaste las heridas de su mano. El ascenso resulta un trabajo riesgoso para el encapuchado, aun así, creo que él también forma parte del juego del anciano —Adenia se detuvo afuera de una conocida recámara; el Salón de la Desmotivación les abrió sus puertas—. La hechicería se basa en algo más profundo y oscuro. ¿Por qué había que esperar hasta el florecimiento del Árbol del Hombre Muerto para entregar el amuleto? ¿No te lo has preguntado?
—Mmmm —Richard no respondió.
—Algunas culturas consideran sagrados a ciertos árboles. Se cree que los dioses habitan en sus ramas más altas.
—¡Habla bajo! ¡Pevsner podría estarnos escuchando!
—No —la niña denotó confianza—. El Prefecto suele desaparecer en las noches de luna llena, lo leí en el diario.
—Extraños patrones decoraban el interior del Escandilario —rememoró el pequeño—. Creo que contaban una historia.
Adenia dio unos pasos cortos hacia la puerta del salón, pero no se atrevió a entrar. El eco le devolvió el sonar de las zancadas.

—¡Ha sido una velada encantadora! —Argento alzó la voz en un discurso nocturno, de un brinco se trepó sobre la escalera e hizo uso de su galantería. Los escupe fuego exhalaron enormes llamaradas y el hombre aplaudió a la par de los invitados—. Seguro se sienten deleitados con las maravillas de la casa, a pesar del pésimo gusto de mis familiares —dio un paso al frente—. ¡Adelante! Pueden explorar cada rincón de la mansión si lo desean —incitó señalando el camino con sus manos—. Estoy seguro de que detestarán, tanto como yo, pasar aquí el resto de su existencia.
Cortó el aire el centellear del primer grito; la multitud de invitados respondió con asombro. El vidrio quebrado de una fina copa quedó esparcido en esquirlas sobre el suelo del recibidor. La música cesó. En medio del tumulto, una de las tantas invitadas del Baile de la Primavera Roja, una señora regordeta, cayó inconsciente. El suelo bajo la mujer se volvió quebradizo y finas raíces atravesaron la loza, anclándose a su ropaje y a su cuerpo. Desde los techos brotó un vapor abrasador.
Verner fue el primero en acudir al auxilio de la dama. Agatha le siguió.
—Debo agradecer a mis parientes —Argento no interrumpió su discurso—, sin ellos nada de esto hubiese sido posible.
Se percibió en la estancia una cargada esencia de un dulzor peculiar, un olor tan embriagador que aturdía a los sentidos. Agatha alzó la mirada, sobre su cabeza flotaron los pétalos desprendidos de los ramilletes ornamentales. Las flores descendieron con un movimiento lento, al mínimo contacto con el suelo perdieron sus colores cual señal de infortunio.
—¡Venga! —mencionó Argento restándole importancia al suceso. Se alejó con marcha burlona del tumulto—. Le falta sabor a sus vidas si es la primera vez que ven a alguien desmayarse en una fiesta.
De un tirón el portón principal se cerró y la tensión inundó el ambiente. Se volvió más concentrado el aroma. Los presentes se notaron abatidos, al poco tiempo sus sentidos comenzaron a apagarse. Uno a uno fueron cayendo en un profundo sueño.
—De todos modos, era inevitable que la desgracia se cerniera sobre esta casa —Argento colocó el alto sombrero de copa sobre su cabeza—. Espero que esta sea nuestra salida de este sitio —imploró en un susurro. Su camino pronto quedaría interrumpido por un imprevisto suceso.

Por las paredes afloraron las llamas, se expandían en la estructura con una velocidad alarmante tiñendo el entorno de un encendido color carmesí. Algunos corrieron en busca de una salida, pero el incendio ganaba terreno.

Cuando los niños se asomaron a la entrada del Salón de la Desmotivación, les resultó curioso no ver la estatua del escribano. La ausencia de la roca resaltaba el espacio vacío. Adenia alzó la caja a la altura de su mirada y el acertijo, pronunciado por el hombre antes de quedar solidificado en un áspero pedrusco, volvió a sus pensamientos. En algún lugar de su mente se hallaba la respuesta, ella lo sabía, mas algún detalle escapaba a su interpretación.
—¡Lo suponía! —chilló ella, amaba tener la razón.
—Alguien se ha llevado la estatua.
—En efecto, debe de estar en el Jardín de las Almas Petrificadas. En el diario quedaba claro. Allí reposan aquellos que son merecedores y sufrieron la maldición de la piedra, es un lugar prohibido de la casa, exactamente el punto debajo del nacimiento de la línea ley. Cómo puedes notar he estado leyendo.
—¿Jean conoce tales sucesos?
—No confío en Pevsner, Scarlett tampoco lo hacía —dijo ella—. Por desgracia faltan algunas páginas en el diario y no puedo estar segura de los detalles.
—¡RICHARD BUTTONS! —un rugido infringió la quietud. Parecía proceder de todas partes y a la vez de ningún sitio. La casa tembló y un par de raíces blancas se sacudieron desde los techos.
«¿Los espectros?» Pensó el niño, pero la conclusión resultó errónea.
Con un sonido de goteo, la ponzoña atravesó los poros de los muros, el líquido bañó la piedra. Se alzaron desde las aguas con un vuelo quebrado las mariposas negras. Pronto se apoderaron del espacio. Richard agitó el Quebranto en el aire y el ataque de los insectos fue repelido por fulgor cálido. Pero eso no les detuvo. Revolotearon con desespero alrededor de los niños, embistiendo de forma repetida contra la luz.
Richard con un gesto rápido sujetó a Adenia. Ambos corrieron. El acceso hacia la planta superior rápidamente quedó bloqueado por los lepidópteros. No había retorno.
—¡Vienen por nosotros! —chilló Richard— ¡Ya viste de lo que son capaces! ¡Al mínimo contacto nos convertirán en piedra!
—¡Lo sé! ¡Debemos ir hacia el Jardín de las Almas Petrificadas! —indicó la niña y tomó el camino sin mirar atrás.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora