Capítulo 2: Una advertencia entre las paredes

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En el jardín las escasas hojas de los árboles bailaban con la gracia del viento. Un apagado resplandor iluminó de mala gana los tejados del barrio decadente, en especial el de la casa torcida situada al final de la calle Desamparo. Esa mañana las aves no emprendieron el vuelo, sin embargo, los nidos descansaban vacíos entre las estatuas que decoraban las alturas de la casona. Hasta la más mínima gota de agua que caía divergente de los grifos quedaba congelada por la frialdad sepulcral.
Al asomarse a la puerta de la habitación, Richard Buttons se encontró con la señora Aberleen. La madrina esperaba paciente afuera, sujetaba en su mano un candelabro, ayudándose de la luz de la vela para divisar mejor el camino. Por los ventanales una insignificante mueca de luz azulada se abría paso y teñía el ambiente de colores sombríos. Mildred observó su reloj de bolsillo y lo apartó de la vista. Con un gesto maternal arregló el ropaje que vestía el niño y sin necesidad de palabras o saludos formales marcó el paso. Nadie estaba mejor familiarizado que ella con cada rincón de la mansión, nada escapaba a su conocimiento bajo aquellos techos, ni el más mínimo recoveco.
—Sígueme, jovencito —dijo con un tono melodioso en la voz.
Richard obedeció.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó él.
—Le he comentado a mi esposo que hoy me tomaría el tiempo para enseñarte un poco más la vivienda. Es tu primer día en la casona. Como puedes ver hay muchas habitaciones en las que perderse. Pronto te acostumbrarás y se te volverá más agradable la estadía —la madrina no detuvo la marcha. Un embriagador aroma dulce quedaba tras su paso.
—¿Por qué no usan la corriente eléctrica?
—He escuchado que la invención se expande con rapidez en la ciudad, creo que le llaman bombilla. Verner tiene sus dudas al respecto. Llegan rumores de que puede ser peligrosa y, después de todo, no recibimos visitas; sin embargo, estoy segura de que le acabaré convenciendo. Es una casona muy oscura.
La dama se detuvo en medio del corredor. La pausa tomó al niño por sorpresa.
—Nuestra casa se divide en cuatro secciones —señaló ella. La luz de la vela crispó bajo su aliento—. El pasillo principal es el acceso directo a los salones de uso más común, hemos arreglado tu habitación en esta área. Contamos con dos flancos, el ala este y el ala oeste, ambas se abren en largos pasillos opuestos, señalan a los puntos cardinales. Descendiendo por la escalerilla al fondo se alcanzan las habitaciones de los empleados.
—Disculpa —intervino de forma educada el niño. Otros temas de prioridad le ahondaban los pensamientos—. ¿Han tenido noticias de mis padres?
—Por desgracia la búsqueda continúa, las autoridades no han dado con su paradero.
Richard Buttons fijó la mirada en el suelo. Mildred le contempló con el rabillo del ojo, en su interior sentía una gran pena y simpatía por el niño.
—Ahora, apresuremos el paso, queda mucho por ver todavía.
Él se limitó a asentir. Algo referente a aquellos pasillos le provocaba una sensación sobrecogedora.
El ascenso hacia la segunda planta fue silencioso. La casona se erguía titánica haciendo sentir diminuto a Richard en cada paso. El sonar de las pisadas retumbó entre las paredes, devolvía un eco espantoso.
Un imponente portón de madera enriquecida marcaba el camino a la biblioteca, las amplias hojas color caoba se hallaban abiertas. Desde el interior del salón brotaba un atrayente aroma a libros y papeles, perfumado con algunas espigas secas de plantas fragantes que le concedían cierta frescura al aire. Cientos de textos le inundaron la visión, se apilaban en esmerado orden sobre interminables pasillos conformados por libreros hasta casi rozar los techos. La sección de fantasía se encontraba a la izquierda, un trigonolito de forma antropomórfica adornaba la división. Richard se sintió maravillado por un instante.
Colocada sobre una de las paredes al final del salón sobresaltaba a la vista una trampilla dorada.
—Tu mirada dice mucho —un señor de aspecto desordenado se aproximó. Luchaba por mantener una expresión neutra y tranquila. Entre manos sostenía un volumen abierto—. Creo que tenemos a un amante de la lectura entre nosotros.
A pesar de la pulcritud y elegancia de sus ropas, el pelo castaño y alborotado del hombre le daba un aire dejado. Sobre su prominente tabique descansaban unos grandes espejuelos de media luna.
Otro personaje, un hombre alto y de cabellos negros, fisgoneaba entre las estanterías. Agarró uno de los textos y sin perder tiempo caminó hacia la salida.
—Me llevo esto conmigo —le comunicó al hombre de los espejuelos antes de abandonar la sala. En sus manos alzó un libro de un encuadernado rojizo.
—No sabía que te interesaban los temas sobrenaturales —respondió de forma cortés el castaño.
El otro caballero apenas respondió. Se aproximó con una reverencia en la mirada a los recién llegados y se alejó con paso rápido atravesando el portón.
Con una curiosidad despistada y sin un notable motivo, el bibliotecario miró hacia arriba. Advirtió un pequeño pétalo carmesí que levitó por el aire y cayó en medio de las páginas del libro que sostenía. Con un gesto repentino lo cerró.
—Richard —mencionó Mildred de forma seria—, te presento al señor Pierre —se sentía un poco incómoda por el comportamiento del hombre, solo ella sabía las cosas extrañas que él era capaz de hacer, o decir—. Es el encargado de la biblioteca y un gran consejero. Por años ha mantenido en un estado impecable estos tomos. Es uno de nuestros trabajadores más consagrados.   
—Hola —dijo el niño de forma tímida.
Tras unos segundos el aludido rompió la mudez. Parecía batallar contra sus pensamientos.
—Bienvenido —la sequedad se hizo perceptible en su voz.
Mildred desvió la mirada y con ella la iluminación de la vela cambió de rumbo.
—Ya tendrán la oportunidad de platicar en otra ocasión —se dirigió hacia la entrada—. Debemos seguir con el recorrido.

Habitaciones y salones conformaron el camino, algunos más amplios y mejor decorados que otros, pero todos con la misma particularidad, el escaso colorido. El cuarto de los plumeros, la sala de antigüedades, el estudio del señor Verner, el salón de música y el taller del pintor, entre otras instancias, quedaron fuera del alcance del niño, ocultas detrás de las innumerables puertas cerradas.
—En ocasiones el señor Pierre parece algo atormentado —mencionó ella pasado un rato—, pero es un buen hombre. Conoce al dedillo la historia de la casona, como si llevase siglos viviendo aquí.

El cansino día quedó resumido en la exploración guiada, como si el niño fuese un espectador más en medio de uno de los museos citadinos. Buttons no dejaba de sentirte contrariadamente cautivado por los pequeños detalles de aquella construcción sombría.

Con un aire tardado llegó la noche y las llamas de unos pocos candelabros bailaron en la negrura. Richard, agotado, se arropó entre las sábanas, ansioso de poner fin a la jornada. Tomó entre sus manos su libro favorito y justo cuando comenzaba sumergirse en la lectura un par de golpes desesperados tronaron en la puerta e irrumpieron la tranquilidad. El niño no dijo nada, ni siquiera se movió. Aguardó. Nuevamente se sintió el estruendo.
—¿Quién es? —preguntó cauteloso. Tomó una lumbrera y dando pasos cortos se acercó a la puerta.
—Soy Pierre —contestó el hombre con desespero—, el bibliotecario. Nos conocimos esta mañana —su voz sonó como un susurro.
—¿Pierre? —Richard visualizó en su mente el rostro atolondrado del caballero.
—Oh no, Richard Buttons, también has terminado aquí ¿Dónde está tu madre? ¿No ha venido contigo? —realizó una pausa— ¡No puede ser! Este lugar es extraño. Las noches duran demasiado, en ocasiones parecen eternas —Pierre sonaba delirante.
—No lo sé, acabo de llegar a esta casa torcida —el pequeño comenzaba a asustarse.
—No, nunca debiste regresar —exhaló un suspiro entrecortado.
—Los señores Aberleen son buenas personas. Son mis padrinos —Richard titubeó.
—Oh pequeño, tus padres nunca te contaron la realidad de la familia, hay mucho que desconoces —el hombre se acercó un poco más a la puerta de la habitación—. Una historia oscura se esconde detrás de estas paredes.
Hubo silencio.
—Lo he visto todo arder en sueños, las llamas carmesíes lo consumían todo —mencionó de súbito.
—Debe de haber sido una pesadilla.
—¡Vienen a por mí, lo sé! Escucho el goteo de la ponzoña y respiro en el aire el olor de sus aleteos.
—¿Quiénes vienen a por ti?
—Las mariposas negras, las he visto. Alguien las despierta del descanso eterno, ¡las invoca! Se suponía que la maldición estaba sellada en el pasado, pero hace semanas desapareció la primera persona. ¡La desgracia se cernirá sobre todos, una vez más!
—¡No entiendo, señor Pierre! ¿Mariposas negras? ¿Quién las ha despertado?
—No lo sé, pero estoy muy cerca de averiguarlo —el hombre acercó sus labios hasta rozar la madera y disminuyó aún más su voz—. He subido a la tercera planta en busca de respuestas y le he visto, un ser enmascarado en medio de la noche. ¡Sé que me ha visto también! pero he sido expulsado del lugar por alguna fuerza maquiavélica con forma espectral sin poder siquiera hacerle frente. ¡Se trata de alguien de la familia!
—¡La tercera planta está prohibida! —dijo Richard en tono bajo.
El hombre no rebatió el planteamiento del niño.
—Me debo ir, escucho pasos acercarse ¡Viene a por mí! —mencionó Pierre antes de perderse en la distancia, algo en la situación había cambiado, algo que Richard no lograba comprender.

Buttons pegó el oído a la puerta, pero solo el silencio fue perceptible, luego retrocedió sin apartar la mirada de la entrada. Colocó el candelabro encima de la mesilla contigua a la cama y se acurrucó de vuelta entre las sábanas. Contempló la oscuridad con temor a lo desconocido y cubrió, con un movimiento apresurado, su cabeza.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora