Capítulo 3: Los Aberleen

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Esa noche, cuando el reloj unió sus manecillas, no se escucharon solo doce campanadas, no, un tañido más retumbó con fuerzas, uniéndose a la melodía noctívaga. Así transcurrieron algunos minutos y luego retornó la quietud a la casa torcida.
Acurrucado entre las cálidas sábanas de algodón, Richard Buttons soñó, sin embargo, no fueron las maravillosas aventuras del pirata Jack las que inundaron su mente, ni las amplias praderas floridas de Verdeazul; la damisela Denisse, con su tocado de plumas de marabú, tampoco acudió a visitarlo en su descanso. Voces murmurantes y un bramido disuelto en el alba le trajeron en sí.
La escasa claridad del día naciente, que se filtraba por los cristales del ventanal, resplandecía con debilidad entre las cortinas de terciopelo añil.

La mañana de invierno arribaría, lenta y gris, con el descenso del primer copo de nieve. Buttons, al despertar, no recordaría las turbulentas pesadillas; quedarían en el olvido los susurros y el eco que acunaron las paredes en la penumbra, después de todo, él sabía que los monstruos no pertenecían a su realidad. La hora de las mariposas negras se desvanecía con la aurora.
La frialdad empezaba a colarse entre las moradas del barrio decadente y la casa torcida no era la excepción. Mildred, como toda una mujer precavida y conocedora de los estragos de las heladas, había dejado sobre el espaldar de una silla, en un rincón de la habitación, una bufanda carmesí desgastada acompañada por una nota, como un obsequio para el infante.  
«Con mucho amor, un regalo para los días de invierno». Leyó.

Richard permaneció inmóvil, tumbado en la inmensa cama, contemplando el patrón ondulado del techo gris, sin advertir el maravilloso espectáculo blanco que acontecía afuera; pero, la primera nevada del año nunca pasaba desapercibida ante los ojos de un niño y Buttons amaba la nieve.
Un golpeteo incesante contra el cristal de la ventana indujo su curiosidad. «—Es solo una rama seca mecida por la brisa —le diría un adulto», aunque de ser así el árbol parecería suplicar por clemencia ante las adversidades del clima.
—¡Nieve! —Se percató el pequeño al mirar a través del vidrio y de un tirón se desembarazó de las cálidas sábanas.
Rebuscó los calcetines de lana verde sobre el suelo, pero no los halló. Se agachó un poco más. «Tal vez estén debajo la cama», pensó, y en efecto, ahí estaba, al menos, uno de ellos.

El chico caminó con paso precavido hacia el corredor, únicamente habitado por los numerosos retratos que posaban sobre las paredes. A la luz del día poco intimidaban, aunque parecían nuevamente seguirle con la mirada, corroídos por el placer del fisgoneo. Una pintura, la más grande de la colección, que reflejaba toda la belleza e imponencia de una dama de velo negro, despertaba en el niño una sensación inquietante, tal vez, causada por la abundancia de una imaginación febril. Richard apresuró la marcha.
—¡Cuidado jovencito! —mencionó una mujer distraída, con aire jovial, al casi tropezar con el niño, con un gesto amistoso le alborotó el pelo castaño— No deberías deambular por los pasillos, podrías perderte entre tanto recoveco y debo advertirte que a veces las habitaciones de esta residencia no son lo que parecen —hizo una pausa teatral cargada de misterio—. Es como si la casa poseyera vida propia —entrecortó la frase—, pero a mí no me creas, soy solo una cocinera atolondrada a la que le gusta asustar a los niños —sonrió juguetona—. Es un placer conocerte finalmente, Richard Buttons. Me dirijo a la estufa. Cuando sientas hambre pregunta por Vanna Ronda y podrás degustar de mis maravillas culinarias, un joven de tu edad necesita alimentarse, te ves un poquitín famélico. 
La señora, de cabello oscuro algo desarreglado y atuendo sencillo, le dedicó una sonrisa de complicidad a Richard y se alejó, dando por concluida la conversación. Descendió por una escalerilla empedrada, algo apartada, que guiaba al piso inferior, al área de servicio.
«¡Afuera está nevando!» Repitió el infante para sí mismo con exaltación. Ni siquiera le importaba el roce de sus pies descalzos contra el suelo álgido de los pasillos. Las baldosas monocromáticas marcaron el camino, custodiadas por las paredes desgastadas que se fundían con los techos.
El formidable portón principal de la casona se asomaba a la vista, dejando al descubierto el diseño adosado a la madera, sin embargo, Buttons no atravesaría la salida.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora