Capítulo 12: Resurgido del fuego

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El brillo de la nieve sobre los tejados del barrio decadente envolvía a las residencias en un resplandor fantasmal. Cuando el plenilunio alcanzó su perigeo, el reloj marcó trece campanadas.
La reja de la entrada de la casona se mantuvo inquieta toda la tarde, presa de la indecisión de los vientos o de alguna fuerza sobrenatural, friccionando con un chirrido estridente los oxidados hierros a manera de advertencia frente a los intrusos.
Zelma, la condesa de Listón Mayor, se despertó en medio de la negrura, movida por un sobresalto en el pecho. Le abrillantaba el rostro sonrojado una fina película de sudor.
—Fue solo un mal sueño —dijo con un hilillo de voz y se frotó los ojos—. Ya acabó.
Expulsó un suspiro cansado. Aun le latía con fuerzas el corazón.
Deseaba encarecidamente olvidar las imágenes recién presenciadas. Las pesadillas, por costumbre, la dejaban fatigada, con una sensación de resequedad en la boca. Zelma era consciente del peligro: sus sueños siempre rozaban las premoniciones. Recordó las cortinas de humo y fuego que, hambrientas de caos, inundaron la morada, al ritmo de las campanadas de un reloj invisible. Ella lo vio todo arder mediante la ensoñación, un grito de pánico resquebrajó los cristales y cientos de mariposas negras cayeron hacia los suelos tiznados, apareciendo de la nada, como un mal augurio. Los retratos expulsaban tétricos alaridos desde sus lienzos chamuscados. Así despabiló de su letargo esa noche la condesa. Observó hacia el otro lado de la cama, donde Salvattore reposaba plácido.
—¿Cuánto tiempo he dormido? —balbuceó ella— ¡Salvattore!
No obtuvo respuesta por parte de su esposo. Cubierto por los ronquidos, el conde volteó sobre su hombro derecho y continuó dormitando.
Por mucho que lo intentase, la dama no se acostumbraba a la extraña energía que emanaba de la casa. En diversas ocasiones se encontró aturdida y sin sosiego al recorrer la estancia, mas esa era la oportunidad que tanto había ansiado. Así lo presintió en una mañana nublada, hace un mes atrás, cuando, a su paso por el campus de la universidad, llegaron a los oídos de su esposo los relatos relacionados con la casona al final de la calle Desamparo. Gracias a la financiación del conde, Zelma, pronto tomaría rumbo hacia la Mansión Suspiria, en posesión de la familia Aberleen. Para su suerte, los propietarios le abrieron las puertas. Los miembros y asociados del Departamento de Investigaciones Paranormales quedarían satisfechos una vez estuviese concluida la indagación y la condesa deseaba encarecidamente el reconocimiento.

Zelma se removió entre las sábanas y las apartó con los pies. Permaneció un rato más sobre la cama, contemplando la oscuridad de los techos. La frialdad parecía arañarle la piel. Luego se sentó al borde del colchón.
Alertada, volteó levemente la cabeza, mirando con detenimiento hacia la entrada de la recámara. Percibió, en medio del mutismo de la noche, un sonido torpe proveniente de los pasillos. Parecían pisadas. 
«¿Quién estará rondando la estancia a esta hora de la noche?» Se cuestionó.
Se acercó a la puerta, movida por la curiosidad. Sus pasos gráciles no interrumpieron la quietud. Sujetó con nervios el colgante que llevaba al cuello, el dije pálido mimetizaba una estrella del norte, era uno de los pocos legados de su abuela.
Tres golpecillos pausados sonaron en la puerta, aumentando su sorpresa. La aristócrata, invadida por las dudas, retrocedió, tropezando con uno de los muebles. «¡Maldición!» Pensó, mas no abrió la boca, conmocionada por el susto.
Golpearon a la madera, una vez más, parecían intuir la presencia en la habitación. Luego retornó el silencio. La condesa no contestó.
Por la rendija, debajo del portón, se deslizó una pequeña mancha blanquecina de forma rectangular, reflectaba ligeramente la luz del astro que se colaba a través de las cortinas de la ventana.
«¿Una carta?» Zelma enfocó el objeto con dificultad.
Despojándose del miedo abrió el portón, pero extrañamente no vio a nadie. Un pétalo rojizo flotó en el aire, hasta caer sobre su mano. Ella inspeccionó la negrura con la mirada, percibiendo solamente la desolación de la noche. Meditativa, volvió a refugiarse en la seguridad de la recámara. 
Tomó con dudas el sobre que yacía en el suelo. Le llamó la atención encontrar su nombre en el destinatario. Leyó el texto escrito con una esmerada caligrafía:
«…Aprende a escuchar el silencio, en ocasiones habla más que las palabras, pero, ten mucha cautela, del fuego renacerá la verdad y la mentira, aprende a diferenciarlas o tu corazón se tornará hosco como una roca. Observa los detalles, más allá de los grandes trazos plasmados sobre el lienzo, aviva la curiosidad. Debes despertar, solo será posible al ir más allá de lo que crees real. La casa tiene vida propia, sé que puedes sentirlo, pero la primavera será el fin de toda esperanza».

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora