Los días de invierno transcurrían, por costumbre, sin revuelos en la casona. El silencio y la quietud eran los mayores aliados de la época de las blancas e imperecederas nevadas, sin embargo, la presencia de los nuevos visitantes, entre ellos la del pequeño Richard Buttons, marcaría el comienzo de una serie de sucesos desbordantes en la estadía de los presentes. Una lección para no olvidar: los secretos se vuelven frágiles ante la mirada de los desconocidos.
Richard caminó por el corredor dejando atrás un incontable número de salones y entradas de confusa finalidad, sostenía entre sus manos una nota garabateada con malos trazos. Las puertas, de madera oscura, lucían patrones con formas ovales, que indicaban una reciente restauración.
El señor Fringle había delegado la función de guía al trozo de papel, que entre arrugas conformaba una especie de mapa rústico, mientras él, por su parte, se hacía cargo de otras labores, entre ellas el adecuado recibimiento de los condes de Listón Mayor, los nuevos inquilinos.
«El salón de clases». Interiorizó el pequeño y puso su mayor esfuerzo en descifrar la horripilante caligrafía del anciano.El ala este de la casona exhibía una decoración sutil; sobre las paredes no posaban los retratos, habitantes del resto de la morada. Gráciles, colgando de los techos, un conjunto de candelabros propiciaba un ambiente desolador y apenas una escasa iluminación para los días apagados de invierno.
Una súbita brisa hizo sucumbir las llamas en las alturas, doblegándolas a su voluntad. Las sombras, aprovechando el revuelo, parecieron cobrar vida, a la par que menguaba, zigzagueante, la iluminación.
Richard cerró los ojos por un instante, deteniéndose en el lugar para luego continuar su recorrido con pasos prudentes. El viento aullaba y resoplaba entre los viejos muros, escapando por las hendijas y comisuras.
«No hay nada que temer». Reflexionó, las dudas hacían mella en su imaginario.Salido de la nada, un curioso gato esfinge, con una aparente ausencia de pelaje, se interpuso en el camino del chico y le observó con sus ojos alargados para luego escabullirse de forma misteriosa.
Según las indicaciones dejadas por el mayordomo, reflejada como un tachón oscuro y roñoso en el papel, la sala de estudios se encontraba cercana a la ubicación del pequeño. Justo al final del corredor, Richard hallaría su destino.Por la ranura de una puerta entreabierta, se filtraba, de forma débil un haz de luz tambaleante que permitía divisar más allá del umbral. En el interior de la saleta, atiborrada con fina parafernalia y adornos de exquisito acabado, una acalorada e íntima conversación tenía suceso. Buttons se detuvo, escudriñando furtivamente la escena.
«Tal vez sea mejor preguntarles por la sala de estudios, este mapa no me resulta de ayuda». Pensó, aunque detuvo de súbito sus intenciones después de enfocar el semblante de los presentes.
—¡Ella nunca había merodeado a plena luz del día, Verner! Permanecía tranquila, oculta en su retrato y en los lugares prohibidos de la casa —susurró Trude, intentando mantener la compostura ante las crecientes preocupaciones; sus mejillas comenzaban a enrojecerse ante el furor de la conversación.
De un brinco se levantó del fino sillón y comenzó a dar pasos cortos por la sala, evidenciando su nerviosismo— ¡Todo es culpa tuya por traer a ese mocoso y lo sabes! ¡Te advertí que esa decisión nos traería problemas! ¡Y para colmo llegan a nuestra puerta más visitantes!
Verner no contestó.
—Sé que lo has notado ¡No estoy loca! Desde que el niño llegó los susurros se acrecentaron en los corredores —continuó—. Hacía mucho tiempo que el reloj no marcaba las trece campanadas a medianoche, eso no es una buena señal ¡Las mariposas negras habían quedado en el pasado!
—¿Las mariposas negras? —La extraña frase no pasó desapercibida para Richard Buttons, que terminó murmurando cada palabra sin percatarse del sonido que emanaba de sus labios.
El señor Aberleen posó pétreo. Sostenía la mirada perdida en el tapizado marrón de una de las paredes de la estancia, mientras escuchaba los incesantes balbuceos de la matrona. Con un rápido gesto giró sobre sus talones, palideciendo al percibir la presencia del infante, varado en las afueras de la habitación. Los ojos del hombre se ensombrecieron bruscamente. Trude, bajo protesta debido a la intromisión y sin disimular sus intenciones, se apresuró en llegar a la puerta y la cerró sin compasión ante las narices de Richard.
La mudez volvió a invadir el ambiente. Buttons, confuso, pretendió continuar el camino, pero un fuerte sonido tras de sí lo puso, otra vez, en estado de alerta.
—No deberías escuchar las conversaciones ajenas —pronunció de mala gana el señor Fringle. Por hábito colocó la empuñadura de su bastón sobre el hombro del muchacho, intimidándole con su imprevista presencia. Retornaba a sus quehaceres luego de despachar a los condes en su recámara.
—No estaba fisgoneando ¡No soy un metiche!
—Los señores Aberleen no pasarán por alto semejante actitud irrespetuosa, esta vez no quedarás impune ¡Mereces ser reprimido!
El golpear de unos pasos vivaces retumbó de repente, anunciaba la presencia de un nuevo personaje (se aproximaba sin mesura). El viento contuvo sus aullidos y las llamas estabilizaron la iluminación. Retornó la calma.
—Yo me haré cargo del pequeño a partir de aquí, señor Fringle —sentenció, con tono grueso y acento exótico, el caballero recién aparecido. Se posicionó al lado del niño. Ocultó con disimulo, dentro de su bolsillo, una pequeña bolsa ennegrecida—, gracias por su colaboración —dijo, haciendo evidente uso del sarcasmo.
El mayordomo apenas pronunció palabra, alzó con desgano una mano en muestra de aceptación y se marchó, perdiéndose de vuelta en la penumbra.
—Richard —dijo el hombre colocando su osca mano sobre el hombro del joven. Vestía un elegante traje negro de pulcro acabado. Los marcados rasgos faciales y las líneas que le surcaban el rostro indicaban que era alguien experimentado y conocedor: el Maestre Grand—. Interesante el color de tus ojos, muestran ligeros ribetes dorados, señales de una heterocromía parcial. Son idénticos a los de tu madre. Un niño como tú debería evitar la soledad de los pasillos —advirtió, observándole con una mirada penetrante—, los Espantos o devoradores de almas, se arrastran por las esquinas polvorientas. No eres alguien que pase desapercibido y esta es una casa tan vieja que se podría decir que tiene vida propia.
Richard le contempló con desconcierto, no lograba comprender las palabras del Maestre; se le asemejaban más a una historia surgida de un libro de fantasía, como los que le acostumbraba a leer su padre, o tal vez, al contenido de uno de esos grimorios oscuros y prohibidos a los que tanto temía.
—¿Espantos? —preguntó— ¿Tienen relación con las trece campanadas a la medianoche y las mariposas negras?
El Maestre posó meditativo. Analizó detalladamente la expresión dibujada en el rostro del pequeño. Un ligero sonar brotó de sus labios, pero lo retuvo antes de conformar una palabra. Luego continuó la marcha, tomando la delantera.
—Dejemos el tema para otra ocasión, aún no es momento para inmiscuirte en tales asuntos, aunque presiento que pronto será preciso tomar partido. Ahora, ven conmigo, tengo mucho que enseñarte.
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Richard Buttons y la hora de las mariposas negras
FantasyRichard Buttons llega a la casa de sus padrinos en una noche nublada -un lugar oscuro y cargado de misterios-. Las primeras campanadas del reloj comienzan a despertar los secretos que guardan las paredes. Poco a poco, el niño se ve envuelto en un am...