Antes del despertar del alba, en una jornada de domingo, Buttons, libre de toda agitación, descendió por las escalerillas al final del pasillo hacia el área del personal de servicio. Aún rondaban su mente los recuerdos achispados de la noche anterior, de cómo terminó con una rara página entre sus manos.
Richard palpó en sus bolsillos, cerciorándose de que llevaba consigo el papel. Él nunca se atrevería a romper las reglas, por lo que subir al tercer piso estaba fuera de discusión.El nivel inferior de la casona, un espacio húmedo, de paredes de piedras desnudas y carente de decoración le dio la bienvenida al niño con una peculiar calidez; un lugar contrastante y concurrido en comparación con el resto de la casa torcida.
No faltaron las miradas y cuchicheos amistosos de la servidumbre hacia el pequeño, quien entre la timidez logró aclimatarse de buena manera. De a poco, a la par que merodeaba por los recovecos, fue olvidando sus preocupaciones, sintiendo cada vez más que pertenecía a algún lugar.
Arribó a una discreta sala, seducido por un llamativo aroma a especias, reconociendo, al traspasar la puerta de cedro, a una de las figuras que laboraba en el interior.
Sobre las repisas descansaba un cúmulo de plantas bienolientes, de la única ventana colgaban especias y sazones secados con antelación. Una mesa, repleta de carnes, quesos y otros manjares se interponía en el centro, mientras el fuego ardía vivaz al fondo. El té reposaba humeante sobre la encimera. Las cazuelas y sartenes, apilados unos encima de otros se alzaban hasta casi topar la altura de los techos.
—Vaya, pero si es el pequeño Richard Buttons —mencionó una mujer de aspecto familiar. Llevaba el rostro algo manchado de un tizne negro. La cocinera, Vanna Ronda, limpió sus manos en el delantal, le dio una mirada a la estufa y caminó amistosamente a recibir al pequeño apartándole una silla—. Venga, toma asiento, te serviré un tazón de chocolate caliente con queso y canela, es mi receta especial para los días de invierno.Recostado a los pies de la estufa, descansaba un peculiar gato pardo y tuerto.
—Está prohibido tener mascotas —dijo Richard sin apartar la mirada del animal abstraído en su comodidad. Dio un enorme sorbo a la bebida recién servida, que le quemaba ligeramente sus labios.
—Lo sé —confirmó ella y sonrió con complicidad—. Pertenecen a un amigo. Los señores Aberleen detestan la compañía de los felinos. Es un caserón gris, un poco de alegría no le vendría mal y no hay nada que cause mayor regocijo que el ronronear de un minino feliz. —Suspiró— Aunque no lo creas, este solía ser un lugar con cierto encanto, pero los tiempos han cambiado y todo perdió su magia.
—Tienes el rostro un poco tiznado —Richard señaló la mancha con su dedo índice.
—¡Oh! ¡Qué descuido de mi parte! —ella se apresuró a limpiarse con la punta del delantal— Debo poner mayor atención al maniobrar en la cocina ¡Si sigo así podría perder una ceja! —comentó la cocinera.
—Ronda, ¿Qué hay en la tercera planta? —La mirada del chico brilló encendida por la curiosidad— ¿Por qué no se puede acceder? ¿Algo aterrador vive en esa parte de la casa?
Ella detuvo sus labores y apartando una silla se sentó frente al pequeño. Niveló las miradas. Meditó por un instante.
—No lo sé, Richard Buttons. No lo sé —respondió—. Es uno de los secretos mejor guardados de esta mansión. No creo que sean cosas que un niño deba preguntar. Ni siquiera los sirvientes tenemos permitido acercarnos. Hay lugares en esta morada que nunca querría visitar.
Vanna sintió como su piel se erizó al concluir la frase.
Dio un golpecillo en la mesa y deslizó sobre la madera, en dirección al pequeño, un raro artilugio dorado, tenía cierta similitud con un reloj de bolsillo, aunque de menor proporción y de un fino acabado. Richard la observó expectante y con educación aceptó el obsequio.
—Me preocupa estar equivocada —dijo ella—, pero tengo entendido que es un Quebranto del tiempo, un amuleto para la suerte. Desconozco si funciona, pero es un bonito regalo. Ayer lo encontré entre mis pertenencias. Una vez leí al respecto en la pequeña biblioteca de la segunda planta. Por desgracia mi mente ya no es tan prodigiosa y no recuerdo ni una palabra de los textos, tal vez deberías darle una ojeada.
—Un Quebranto del tiempo —repitió Richard.
Con un movimiento cansado la mujer se levantó de la silla y volvió a la continuidad de sus labores. La conversación duró un poco más, cobijada entre sonrisas y palabras nobles.
Richard Buttons, tras despedirse de Vanna Ronda se encaminó hacia los pasillos, dispuesto a sumergirse en la rutina lánguida impuesta por los Aberleen. Antes de subir por las escalerillas se detuvo, indagó en sus bolsillos y tomó en sus manos la página de papel. Como si poseyeran vida propia, las letras volvieron a brotar en un tono carmesí:
«…Él esperó por Richard Buttons en la Sala de los Espejos, su corazón latió cuando el niño acudió al encuentro…» Indicaba ahora la página.
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Richard Buttons y la hora de las mariposas negras
FantasyRichard Buttons llega a la casa de sus padrinos en una noche nublada -un lugar oscuro y cargado de misterios-. Las primeras campanadas del reloj comienzan a despertar los secretos que guardan las paredes. Poco a poco, el niño se ve envuelto en un am...