El viento arrastró consigo las hojas secas, meciéndolas con un vivaz movimiento torbellinoso. La caricia helada del invierno estremeció a Richard Buttons al desfilar por el portón acristalado, de vuelta al patio trasero. Era el momento de retornar al interior de la casa torcida. Adenia, la niña del invernadero, le siguió sin cuestionar.
Quedó atrás el calor de la construcción vidriosa. Afuera la nevada había cesado. Traspasando los límites de la casona, el silencio invadía la ciudad.
Los niños avanzaron con paso rápido, la frialdad de la mañana comenzaba a calarles los huesos. Las huellas de sus pisadas quedaron incrustadas en el manto blanquecino.
—El Árbol del Hombre Muerto —susurró Adenia al pasar junto al coloso de ramas mustias que descansaba en el centro del patio. En el ambiente se respiraba un olor peculiar a madera chamuscada.
Richard no prestó atención ni desvió la mirada. Tampoco detuvo su andar.
—Mi madre dice que el árbol ya habitaba estas tierras antes de la construcción de la mansión, nadie sabe la edad real que posee. Se cree que su follaje era verde y en cada primavera florecían de sus tallos hermosos capullos rojos, pero por alguna razón, al pasar de los años, se marchitó toda la vida en su interior. Tal vez la tierra quedó infértil, pero no lo sabemos con seguridad —sintió como un escalofrío le recorrió la espalda—. Muchas personas vieron en sus vástagos un sepelio. Son incontables las almas que cuelgan de su tronco, impasibles, sin poder encontrar el descanso eterno —Adenia fijó la vista en el ramaje, luego la desvió hacia las raíces que sobresalían y las esquivó, de un brinco, sin dificultad—. En las noches de mucho viento, si pones atención, se escuchan sus quejidos. Es curioso que en algunas culturas se asocie a ciertos árboles con deidades ancestrales.
Adenia se estremeció al quedar invadida por pensamientos desgarradores. Apresuró el paso.La casa torcida rechinó protestante: se sacudieron roñosas las viejas tuberías dentro de las paredes provocando un tétrico alarido. Volvió a embriagar el aire el característico aroma a canela. Adenia Ethel observó con curiosidad cada detalle de la edificación, desde las ranuras del suelo hasta el patrón del enyesado que decoraba los techos. A cada paso se sentía extrañamente fascinada.
—Todo es tan… —la niña hizo una breve pausa meditativa— gris.
—Después de un tiempo te logras acostumbrar —interrumpió Richard—. Para nuestra suerte han descolgado de las paredes los horripilantes retratos —dijo, desviando la conversación—. Al parecer, la tercera planta esconde un gran secreto, pero no tengo permitido subir, es una de las más valiosas reglas del señor Aberleen, tiene un libro repleto de ellas. Por ahora solo debo llegar a la Sala de los Espejos.
—¿Sabes cuál dirección tomar? Hay muchas habitaciones en estos corredores. Nos perderíamos fácilmente.
Las voces acaloradas de los Aberleen indicaban una inusual agitación en la morada. Adueñados de la quietud de los pasillos, los murmullos, brincaban con tesón entre las paredes, llegando a los oídos de los pequeños como un zigzagueo indescifrable; incluso la servidumbre se notaba nerviosa y hermética esa mañana. Richard podía intuirlo, algo acontecía, sin embargo, su cometido distaba de inmiscuir sus narices en los sucesos.
Lejos de las miradas inoportunas y de toda convulsión, los niños, se abrieron paso entre la taciturna iluminación del pasillo. Descendieron por la escalera de servicio.
«La Sala de los Espejos». Su paradero era la incógnita por descubrir.Envolvía a la planta inferior de la casona una impenetrable oscuridad; los candelabros no iluminaban como de costumbre la construcción y el transitar de los empleados era nulo.
A lo lejos, al final del corredor, el fulgor de una vela quebró la penumbra; un ser indescifrable se acercaba con paso rápido por el pasillo de piedra desnuda. Con una peculiar voz, bramó una frase ininteligible, mas el tono de protesta dejaba claro su descontento.
—¿Quién anda ahí? —pronunció la figura— Richard Buttons, ¿eres tú?
Con un gesto osco, Adenia empujó al pequeño, irrumpiendo en una de las tantas habitaciones. Un húmedo cuarto de utensilios fue el escondite. Tras su paso la niña cerró la puerta. Se encontraba aterrorizada ante la silueta desconocida que deambulaba los alrededores. Richard la observó extrañado.
—No puedo dejar que me vean —dijo ella—, si mis padres se enteran me impondrán un castigo.
Buttons guardó silencio. Contuvo la respiración y acercó su oído a la ranura de la puerta. Escuchó los pasos aproximarse.
—¿Crees que podría ser un Celador? —susurró Adenia con horror. Richard no halló sentido en las repentinas palabras.
—¿Nunca has leído «Las historias de Gideon el Juglar»? —prosiguió la niña en un tono casi imperceptible— Los Celadores son recolectores de almas, enviados desde el otro mundo, habitan en la más mustia oscuridad y nunca sienten piedad ante sus víctimas. Atraen a los débiles hacia la maldición de las sombras bajo una falsa promesa de poder. Cuando aparecen todo indicio de luz queda consumido por la negrura y un grito ahogado se tuerce en el aire, como ahora.
—Todos saben que no existen tales cosas como los Celadores, son solo historias para asustar.
—Tienes razón, muchas veces las narraciones de los libros no tienen bases reales. No quiero sonar tonta —reflexionó—. La verdad es que no sé lo que he visto.
—Puede haber sido alguno de los convivientes de la casa torcida, la oscuridad es confusa, a mí también me causa pavor.
—¡No le temo a la oscuridad! —la expresión engreída no abandonó el rostro de la niña.
Por un segundo Adenia guardó silencio. Su mirada se fundió con el interior del cuarto, mas la sutil decoración no era la causante de la enajenación repentina. Algo le había hecho callar, palidecer.
—¡Adenia Ethel! —escuchó desvanecerse un murmullo— ¡Puedo oler tu miedo!
—¿Escuchas eso? —preguntó sin desviar la vista— Alguien pronuncia mi nombre.
—No logro oír nada.
Entre las paredes el usual revoleteo y el eco de las campanadas del reloj envolvió al aposento. «¿Mariposas?», pensó Adenia basada en una suposición. «Miles de mariposas, pero… ¿dónde?» «No alcanzo a verlas».
Se adentró un poco más en la habitación. Mantuvo un estado de vigilia extenuante. Tal vez, la oscuridad y la conmoción del momento le jugaban una mala pasada. Ella lo sabía, las advertencias de su familia no eran en vano, sin embargo, la curiosidad y las ansias de conocimiento se apoderaban siempre de su espíritu.
Las pisadas, provenientes del corredor, se detuvieron justo a la entrada de la saleta, provocando un suspenso asfixiante. Se coló de forma leve, por la hendija de la puerta, la luz de la vela. No se escuchó sonido alguno, solo el fluir de las respiraciones entrecortadas de los niños. De súbito, un sobre de papel se deslizó por debajo con un soplo menudo, acompañado por un ligero golpetear en el suelo.
Después de unos segundos menguó la claridad de la llama. El ser retomó la marcha y los pasos se desvanecieron en la distancia.
—¡Es una carta! —susurró Richard. Sostuvo entre sus manos el sobre blanquecino con ribetes dorados y negros. Trabajosamente leyó la inscripción en el papel— «A la Belladona y el Creador».
Adenia prestó atención una vez más a la negrura, luego se incorporó al lado del pequeño.
—¿La Belladona y el Creador? —cuestionó la chica— ¿Tiene algún significado especial?
Richard se encogió de hombros ante la interrogante, nunca había escuchado ese juego de palabras. Sostuvo con cuidado la nota resguardada en el interior. Le impresionaron unos hermosos trazos a tinta oscura.
—«Un sueño reposa enterrado en el corazón de concreto, como la energía, nunca deja de fluir. La realidad es una ilusión creada por la mente y la virtud radica en el conocimiento de lo verdadero. Recuerden, no hay pesadilla que no termine al despertar. La esperanza no está perdida si la Belladona, el Creador y el Mitómano resucitan de su letargo. El secreto está en no confiar, en la luz también habitan las sombras. Cada acción deja un rastro» —leyó el pequeño.
—¿La virtud radica en el conocimiento? ¿En la luz también habitan las sombras? —dijo ella— ¿Quién firma la carta?
—No lo sé, no tiene remitente —mencionó Richard volteando el sobre. Las palabras recién leídas le resultaban de una inusual familiaridad.
Adenia avanzó y sin meditarlo abrió la puerta con mesura. Dio un vistazo a las galerías. La desolación volvía a reinar. Presentía que la espera había sido suficiente. Miró una última vez hacia el interior del cuarto de utensilios, para luego reaccionar.
—Deberíamos continuar, no hay nadie por los alrededores —indicó ella—. Esto cada vez se vuelve más raro.
El sonar de los pasos retornó a los pasillos; los niños se apresuraron, abriéndose camino en la oscuridad. A duras penas divisaban más allá de sus narices, sin embargo, esto no les detuvo. Esta vez, la cocina era su paradero, Richard confiaba en que Vanna Ronda, una de sus pocas amigas dentro de la casa torcida, podría brindar respuestas a sus interrogantes.
—Esperaba por ustedes —dijo una familiar voz gruesa aparecida de la nada. La vibración de las palabras quebró la soledad de los pasillos. Richard identificó el peculiar acento.
Adenia dejó escapar un suspiro ahogado.
El Maestre Grand afloró de forma misteriosa desde uno de los salones. Cubría su rostro la penumbra, volviendo una interrogante su expresión y sus fines. El mentor se acercó a Richard y con un gesto amable le revolvió el cabello. Sin vacilación y sin brindar una explicación tomó la delantera. Parecía poseer la tan ansiada respuesta. Los niños, conmocionados permanecieron en total mudez.
Miles de interrogantes invadieron la mente de Richard Buttons. Pensamientos atroces lo asaltaron. Intentó hablar, pero las palabras se negaron a materializarse. ¿Quién era en realidad el Maestre? Y lo más importante: ¿Por qué esperaba por ellos como si conociera su localización? ¿Les daría una reprimenda o les serviría de ayuda? ¿Tendría el hombre algo que ver con la misteriosa carta, arrojada por debajo de la puerta hace unos minutos?
«El secreto está en no confiar». Recordó el pequeño, aunque el Maestre había demostrado su valía en ocasiones anteriores.
—¿A dónde nos llevas? —Adenia era necesariamente tenaz. No lograba distinguir el camino en la penumbra.
—¿Conoces el camino a la Sala de los Espejos? —cuestionó Richard. Sus movimientos se tornaron cautelosos.
Grand no respondió, creando un ambiente de mayor incertidumbre. Se detuvo sin advertencia al final del corredor. Observó receloso, comprobó todas las direcciones, hasta asegurarse de que nadie interferiría en su cometido.
Colgaba de la pared un enorme espejo de forma oval, encima, unas arquivoltas decoraban el muro hasta fundirse en un arco con los techos. Sobresalía el marco de ébano oscuro tallado en forma de una docena de manos que sostenían el cristal con delicadeza. A pesar de la penumbra el minucioso acabado brindaba una sensación realista abismal. El reflejo mostró una mueca de luz.
El Maestre extendió sus largos dedos sobre la pared, palpando la superficie de la piedra gris. La extremidad lucía algo chamuscada.
—Estoy aquí por ustedes. Como ya saben, Él aguarda en la Sala de los espejos —dijo finalmente. Con el dedo pulgar dio tres golpes en la roca e insinuó una frase sin sentido: «Revelarem iter». Exhaló un vaho cálido. Un sonar hueco perforó la pared—. Lleva mucho tiempo esperando por vuestra llegada. Sean educados y limítense a responder a sus interrogantes.
—¿Él? —preguntó la niña— ¿Quién es Él?
El maestro se sostuvo del marco del espejo y tiró de él. Sin mostrar resistencia, el vidrio se movió a un lado, dejando al descubierto una angosta escalerilla. Conducía hacia un piso inferior.
Soportando el techo sobre sus cabezas, un par de Cariátides, con ojos vidriosos y traslucidos de un color turquesa fantasmal, custodiaban la entrada con su elegante y pétrea presencia. Las tapias parecían cinceladas en el mismísimo infierno, los patrones amorfos guardaban cierta similitud con rostros humanos, aun así, encerraban un encanto sin igual. El sonido del viento enmudeció.
Tras un quejido metálico se detuvo el movimiento. Richard contempló con asombro la escena. Debajo de sus pies, la casa parecía alcanzar magnitudes inimaginables.
Marcó el acceso una iluminación azulina y la orden quedó dada por el Maestre Grand. Descendieron rumbo a la Sala de los Espejos.
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Richard Buttons y la hora de las mariposas negras
FantasyRichard Buttons llega a la casa de sus padrinos en una noche nublada -un lugar oscuro y cargado de misterios-. Las primeras campanadas del reloj comienzan a despertar los secretos que guardan las paredes. Poco a poco, el niño se ve envuelto en un am...