Capítulo 14: Espantos

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Buttons escuchó un peculiar sonido antes de abrir los ojos. Un impacto seco en el ventanal se apropió de la atención del niño. El sonido simulaba al repiquetear de un ave contra el cristal, o eso imaginaba Richard, sin embargo, en esa jornada de sol apagado, las aves no sobrevolaban los tejados. El viento tampoco mecía, como de costumbre, las hojas de los arbustos. Todo parecía extrañamente en calma.
La mañana arribó con una niebla tan espesa que, hasta los techos acristalados del invernadero, a unos metros de la morada, parecían una ilusión espectral, engullidos por el manto blanquecino.
Richard se acercó con dudas y con algo de pereza al ventanal. Notó sobre el alero, varias rocas de diminuto tamaño.
«¿Quién avienta rocas a la ventana?» Se cuestionó al notar la causa del ruido.
Deslizó la mirada y exploró más allá. Primero investigó la copa de los débiles árboles, luego los aleros y por último en torno a los jardincillos interiores. Le iluminó el rostro una visión esperanzadora.
—¡Adenia! —sonrió al pronunciar el nombre de la niña del invernadero.
Oculta entre los arbustos del jardín la señorita Ethel permanecía a la espera. Sus ojos centellantes se pasearon por las cornisas hasta enfocar el rostro del pequeño. Adenia sostenía en la mano un par de piedrecillas y un papel arrugado. Se aseguró de que nadie rondaba los alrededores.
—¡Encuéntrame en el invernadero! —gritó Ethel con impaciencia y aguardó por la confirmación de Richard.
No hubo tiempo para respuestas.
—¡Richard Buttons! —Una fina voz llamó desde afuera de la habitación, le acompañaron un par de toques a la puerta— Mi madre me ha pedido que venga a por ti, pronto será servido el desayuno.
—¡Lo siento! —respondió el pequeño entre nervios, devolvió la vista al interior y se apresuró a abrir, recibiendo a la visitante, en la estancia penetró una delicada fragancia a canela —, aún no estoy listo. Me quedé dormido.
La joven Agatha aguardaba con un semblante agotado al otro lado del umbral, aun así, sus mejillas sonrojadas y su mirada brillante la dotaban de una belleza sin igual. Ella lo observó con atención.
—Como diría mi padre: «¡La puntualidad es una virtud!» —dijo con una voz impostada, acompañando sus palabras con una mueca severa, luego continuó en un tono melodioso y dulce—. No he venido a darte una reprimenda. Aguardaré. Sería para mí un honor contar con tu presencia camino al comedor de desayunos, así evito la molesta compañía del primo Webber.
Richard, apresurado por las circunstancias, dio una ojeada efímera de vuelta al jardín, con la intención de afirmar a la petición de la niña, pero Adenia había desaparecido. A pesar de vivir refugiada en un mundo de letras, la pequeña del invernadero era veloz y silenciosa como un gato en medio de la noche.
«¡Nos vemos en el invernadero!», repitió Richard para sí mismo. Guardó el misterioso amuleto en su bolsillo, obsequio de la afable cocinera.

La compañía de Agatha se tornó agradable. El ambiente parecía ligero en presencia de la encantadora joven mientras se disponían rumbo a la usual costumbre de galletas con té caliente. Richard la contempló cuidadoso, la señorita Aberleen se notaba abstraída en sus pensamientos y preocupaciones.
Una insospechada ola de pavor salpicó al pequeño; los cuadros habían retornado a las paredes.
—Muy curioso el color de tus ojos —Agatha rompió el silencio al notar el peso de la mirada del pequeño—. Perdona que no me haya presentado antes como es debido, ha sido irrespetuoso de mi parte. No es típico de una señorita actuar de tal manera.
Richard contuvo las palabras.
—Pensarás que soy una arrogante, como el resto de mi familia, pero no lo soy —mostró una media sonrisa—. Tengo mayores aspiraciones que ser solo la señora de la casa o una mujer infeliz y amargada, como la tía. Sé que podré contar con tu ayuda.
—¿Te sientes triste?
Agatha se limitó a sonreír tiernamente ante la interrogante. Sus pensamientos vagaban más allá del entendimiento de un niño. Se sentía como una crisálida, atrapada en medio de un ambiente poco atrayente. Anhelaba la libertad, la emoción de crecer más allá de sus obligaciones cotidianas, ser más suelta, menos obediente.
—Quiero disfrutar de la música y de las poesías y de las novelas atrevidas que escandalizan a la sociedad —dijo y su mirada centelló—. Quiero perderme en la vida citadina, bailar hasta que me duelan los pies; dejar las labores del hogar a un lado. No pretendo ser una esposa más que sirve de adorno dentro de una casa solitaria. Pretendo poder elegir mi propio destino.
—¿Por qué no lo haces?
A pesar de la ingenua pregunta, Buttons, no recibió respuesta.
—¿Serías mi acompañante en la celebración de la primavera? —dijo ella cambiando la conversación— Los sirvientes se reúnen cada año a festejar, es parte de sus costumbres. El tío Argento solía acompañarme, él amaba las fiestas.
—¿Un baile?
Richard caviló, finalmente asintió con la cabeza.
—¿Crees en el destino, Richard Buttons? ¿Te has preguntado por qué terminaste en nuestra puerta?
La chica no aguardó por una respuesta, sus palabras fluyeron sin pausa.
—No creo que haya sido una casualidad. Es como si una fuerza invisible nos atrajera hacia este sitio de paredes mustias, como si cada ladrillo tuviese conciencia propia o más de una historia por contar —ella mostró una expresión seria—. Era inevitable que terminaras aquí, el mismo día en que tus padres partieron, sorpresivamente, hace doce años atrás.
Richard alzó la vista.
—Debes tener muchas preguntas rondando tu mente —continuó ella.
—Sí —respondió Richard con voz apagada—. Mis padres desaparecieron una noche sin dejar rastro. Al día siguiente alguien me trajo a esta casa. Era un señor muy alto y de traje negro, solo le vi la espalda.
—Te refieres al cochero —dijo Agatha—. Sé muy poco de él. Se encarga de las diligencias de mi padre.
—El cochero… —susurró Richard—  No me gusta esta casa, en las sombras se esconden cosas malas.
—Algo nos inquieta a todos sobre este lugar, pequeño. Nadie en su sano juicio desearía terminar en un sitio como este. No sé cómo, pero en las noches puedo escuchar aleteos y a las paredes cantar rimas de victorias, las voces dicen que tu alma se reflejó en el espejo de nuestro primogénito.
—¿Por qué no te marchas de la casa? —preguntó de súbito el niño.
—Es una excelente pregunta —dijo ella intentando aligerar la conversación—. Mi respuesta es simple pero aún no serías capaz de comprenderla. Por mucho que quisiera no podría cumplir esos planes ¿Tienes algún sueño en particular, Richard?
—Tal vez —respondió meditativo—. No lo sé. Mis padres siempre decían que soñar es una virtud. Me gustaría vivir grandes aventuras llenas de magia, como en los libros.
—Tu madre es una mujer sabia. Siempre admiré su forma de pensar y de actuar.
Agatha inhaló profundamente, dejando a un lado la conversación.
—¿No sientes en el ambiente un olor extraño? —la joven expulsó el aire con algo de repulsión—. Últimamente me acecha la sensación de que algo está por suceder.
El pequeño sacudió la cabeza, en su interior se retorcían las dudas. Richard había dicho la verdad. Él también podía olerlo: olor a vapor añejo. Un aroma leve a fuego y azufre que se mezclaba con la frialdad de las paredes grises y los techos. Percibió el movimiento de un reloj ocioso, una maquinaria infernal en una declaración de cambios venideros. Agatha tenía razón, los malos augurios formaban parte de la esencia de la vivienda.
—Vanna Ronda te ha guardado algunos de sus postres especiales. Deberías pasar por la cocina dentro de un rato. ¡Sus platos son una exquisitez!

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora