Capítulo 23: El infortunio del escribano

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Richard Buttons despertó inquieto, el viento mecía un murmurar abrumador. Escuchó tres golpes en la puerta y tras una corta espera esta se abrió. Adenia irrumpió con prisas en la habitación, cerrando, una vez estuvo adentro, el portón a sus espaldas; una curiosa mueca de satisfacción adornaba su rostro infantil. El alba apenas asomaba sus colores. 
—¿Qué esperas? —dijo ella con entusiasmo— ¡Fuera de la cama!
Richard la observó con cierto escepticismo. Se cubrió con las sábanas hasta la altura del mentón.
—¿Qué sucede? Aún es muy temprano —mencionó el niño, su rostro se estrujó en un amplio bostezo.
—¡Lo he descubierto! —un chillido escapó de sus labios— ¡Las cartas! ¡Sé quién enviaba!
—¿Quién? —Richard preguntó sorprendido.
—¡Te explico por el camino, ahora llevamos prisas! —la niña sonó sus palmas dos veces en el aire— ¡Creo que el escribano está en grave peligro!

Con el primer destello del día crisparon las llamas de los candelabros. Una servidumbre apresurada invadió los corredores de la casa torcida. Todos se movían bajo la supervisión del señor Fringle. Los muebles debían resplandecer y los suelos quedar lustrosos para recibir a los invitados.
Poco importaba en la casona lo ocurrido horas antes, el dolor tras la fosilización de uno de los convivientes había pasado a segundo plano con el embrollo de la celebración venidera. Solo algunas personas cercanas a Juan Bautista y su padre se reunieron para darle un merecido adiós. No era la primera alma que quedaba petrificada dentro de la vivienda, aun así, el dolor se sentía, latente, con cada una de las víctimas. A pesar de todo, la esperanza de un nuevo despertar no estaba perdida.
—¡Maman, va a volver a suceder! ¡Las mariposas! —Richard Buttons percibió las voces antes de desvanecerse en el aire— ¡Las escucho retorcerse entre las paredes!
Los espectros murmuraron una vez más. Contemplaban todo lo que acontecía desde las sombras y vagaban por los pasillos en total sigilo. Richard parecía ser el único capaz de oír sus lamentos.
—¡La respuesta siempre estuvo en frente de mis narices! Estaban todos los nombres en la lista, los Aberleen, Vanna Ronda, el amargado de Fringle, el resto de los convivientes, incluso el de su hijo —mencionó Adenia sin disminuir la velocidad. Intentó abrirse paso por el corredor atestado de gente. Buttons avanzaba a su lado— ¡Tuve que revisar varias veces el recuento para comprobarlo, solo faltaba su nombre!
—¿Qué listado? —cuestionó Richard— ¿Cómo sabes todo eso?
—¡Es una historia para otro momento! —dijo ella— ¡El notario Moreau está en problemas! ¡Él enviaba las cartas!
Con una notable premura, los niños descendieron al área de servicio. Un exquisito aroma a platillos recién cocinados deleitaba el olfato.
—¿El Notario? ¡Es un hombre tan escurridizo y sombrío! —chilló asombrado el niño.
Se detuvo pensativo.
—Los Aberleen deben estar esperando por mí en el comedor de desayunos. Se molestarán con mi ausencia —recordó.
—Ellos andan ocupados con los preparativos del baile. Les han pedido a mis padres realizar un conteo de todas las flores disponibles. ¡Es absurdo! —continuó Adenia— ¡Debemos encontrar al escribano cuanto antes, él sabe la identidad del Mitómano!

Ambos se escurrieron en la cocina. La ocupada Vanna Ronda les acogió sin apartar las manos de sus funciones. Llevaba manchas de harina sobre el rostro y los antebrazos algo tiznados del carbón de la estufa. Amasaba roñosa un preparado blanquecino.
—¡Necesito la opinión de los dos! —dijo con nerviosismo— ¡Sobre la mesa hay una bandeja con pastelillos de jengibre! ¡Necesito que los prueben!
Los niños intercambiaron miradas. Se acercaron a la mesa con un caminar pausado. Quedaron impresionados con la imagen ante sus ojos, los pasteles lucían deliciosos a simple vista y el aroma que desprendían despertaba un ansia enorme de saborearlos.
—La señora Aberleen me ha pedido que prepare varios postres para la celebración, pero tengo mis dudas.
—¡Está muy bueno! —Richard no pudo evitar sonreír al probar el manjar.
—Tal vez un poco más de canela les vendría bien —criticó Adenia después del último bocado—. En fin —cambió de tema—, necesitamos hallar al notario Moreau, ¿No lo habrás visto?
—Sé que todas las mañanas disfruta de tu café —intervino Richard. Fijó la vista en la cocinera.
Vanna Ronda se detuvo por un instante.
—Mis pequeños, veo que aún no lo saben —una mueca triste quebró su rostro—. El hijo del notario ha sufrido un grave accidente durante la noche. Seguro en estos momentos Moreau prefiere estar solo por algún rincón oscuro de la casa, lejos de todos.

Se hizo audible en los pasillos la respiración agitada de los niños. Buscaron en todas las habitaciones y salas de la mansión, en cada esquina y recoveco. Ningún otro conviviente parecía saber del paradero del notario. El hombre había desaparecido de la faz de la tierra.
Toda esperanza parecía extinta, se encontraban agotados, sin embargo, un susurro les sirvió de guía.
—¡Richard Buttons! —escuchó la voz de Maman— Desciende a través del espejo. ¡Debes darte prisa!

Al final del corredor, un destello señaló el camino. Richard marcó el paso en esta ocasión, Adenia le siguió sin cuestionar. La entrada hacia la parte secreta del piso de servicio se encontraba abierta, alguien había irrumpido con anterioridad. Los infantes se acercaron a la entrada oval, un rastro en el marco de ébano les despertó las sospechas, había sido forzada.
Corrieron, abriéndose paso entre la penumbra.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó alarmada Adenia. Frente a ellos varias salas y pasajes se ramificaban perdiéndose en el amplio espacio.
Provino de las profundidades un sonido natural. Richard notó el zigzaguear de varias plantas rastreras, se revolvían inquietas, parecían reaccionar al notable aleteo que envolvía a las paredes talladas. El movimiento los guio hasta un enorme portón, la vegetación trenzó sus tallos, obstaculizando el acceso, aun así, lograron abrirse paso. Empujaron con dificultad la colosal puerta y una ráfaga de viento escapó por la abertura.
—El Salón de la Desmotivación —leyó Adenia las grandes letras esculpidas en lo más profundo del lugar—. ¿Qué clase de habitación es esta?
Moreau se hallaba en el centro de la sala, parecía turbado. Su mirada lucía una abstracción distante difícil de definir. Intentó correr, refugiarse detrás de las altas columnas que dividían el espacio circular, pero un líquido negruzco con matices carmesíes le envolvió, trazando un aro sobre el suelo. Con un movimiento de su mano el hombre encendió la vela que cargaba consigo, el fuego fatuo creó un halo protector, pero una ráfaga lo extinguió al menor soplido. Lo volvió a intentar, pero, la luz ya no resplandeció. Moreau notó la presencia de los niños tras el golpe de desesperanza, se limitó a dedicarles una sonrisa triste. Era tarde.
Desde los mosaicos del piso afloraron cientos de mariposas negras. Venían acompañadas de sonidos peculiares al ritmo de una melodía de guerra. Se alzaron en los aires como una nube oscura.
—Surjo en las noches. Llego como engañoso aliado una vez te sumerges en el vacío. En ocasiones me escurro lejos de mis dominios y te hago perseguir lo tan ansiado —dijo el hombre en un último suspiro. Levantó su mano derecha y apuntó con su dedo índice hacia el este—. Nadie ha podido descifrarlo.
Sobre las paredes un fuego azulado creció embravecido. Las llamas consumieron los candelabros. Parecían celebrar la caída del escribano.
Richard y Adenia no podían creer lo presenciado. Un grito de pánico brotó del notario, en su voz resaltó el pesar de todas las acciones pasadas. Su labor quedaría inconclusa, la identidad del Mitómano permanecería en el anonimato.
Una textura rugosa y apagada emergió desde los ropajes y desde la piel de Moreau. Quedó petrificado, lucía como una sólida estatua de terracota. Intervinieron una vez más las mariposas negras.
Los niños las vieron desaparecer, con su aletear grácil retornaron al líquido negruzco y todo rastro de ellas quedó extinto.
—¿Está muerto? —preguntó Richard alarmado.
—Creo que no, solo está congelado—la niña del invernadero sonó pensativa—. El Jardín de las Almas Petrificadas —murmuró.
Ella, con sumo cuidado, se aproximó al hombre convertido en estatua. El pesar y la tristeza se volvieron evidentes. Analizó con detenimiento la dirección en la que apuntaba la mano.
—¿A qué te refieres? ¿Hay otro jardín? —Buttons sonó extrañado— Parece una de las estatuas del invernadero.
—Especulo que ese es el sitio al que llevan a los que han sido víctimas de la maldición de piedra. Creo que nos intenta mostrar la dirección correcta, pero, ¿por qué?
Sin tiempo que perder, los niños siguieron sus instintos. Se adentraron un poco más en la parte prohibida de la casa.
Un sombrío pasaje marcado por la frialdad de los muros se descubrió ante sus ojos. Varias raíces perforaban los techos, dificultando el paso. Desde el otro extremo se vislumbró una luz.
El viento trajo como un nuevo presagio el olor dulce de la canela mezclado con el hedor de la humedad. Con el lamento surgió la advertencia, el telar negro que cubría su rostro quedó al descubierto. La Dama del velo negro hizo su aparición como fiel guardiana. Los espantos exhalaron y un eco ensordecedor tronó.
Burbujeó desde los techos el líquido oscuro y como el rio de la Sangre del Xibalbá —inframundo Maya— cubrió el suelo con su ponzoña. Parecía tener vida propia.
—¡Richard Buttons! ¡Corre! —gritó Maman desde su anonimato— ¡Corre!
—¿A dónde? —vociferó Richard sin divisar escapatoria.
—¡Vuelve a la casa!
Fue suficiente la advertencia del ser conocido como Maman. Richard Buttons y Adenia retrocedieron horripilados. 

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora