Capítulo 27: La melodía del Árbol del Hombre Muerto

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Espléndida, la luna carmesí se apoderó del cielo citadino y con su ascensión quedó sellada la tragedia. Casi arribaba la medianoche cuando los niños, perseguidos por un enjambre avivado de mariposas negras, se toparon con un pasaje rústico y vetado. Frente a ellos, el paso a través del corredor quedó bloqueado por un sinfín de raíces blancas que custodiaban el camino, se retorcían sobre el suelo como letales guardianas. Adenia, criada entre plantas, nunca había visto nada similar. Parecían nacer de algún punto superior de la casa, colgaban de los techos y se incrustaban con fuerza a las paredes. Se encontraron sin salida, atrapados en medio del caos y de la desesperación, un aliento pétreo exhalaba sobre ellos el infortunio.
Richard sin tiempo para meditar tomó una de las antorchas que posaba sobre la pared y golpeado por la impaciencia la aventó al suelo, con la intención de que las llamas se esparcieran entre las raíces. Adenia realizó la misma acción. Varios insectos de diminuto tamaño ascendieron despavoridos por las paredes, era evidente su temor a las flamas.
Aguardaron impacientes sin apartar la mirada del objetivo, pero el fuego, a los pocos segundos quedó sofocado y la oscuridad se volvió espesa. Se volvieron audibles, una vez más, los aleteos. Amagaron las mariposas.
Richard, inadvertido, no tuvo la oportunidad de detener el ataque, pero un fulgor pálido iluminó el corredor y un calor abrasador rasgó las sombras. Alguien se acercó con largas y apresuradas zancadas. Las mariposas, al mínimo contacto con el resplandor se disiparon a través de las paredes y de los suelos, dejando un rastro ausente tras su vuelo.
A Richard le tomó unos segundos adaptarse a la nueva luz.
—Los he estado buscando por todos los rincones de esta maldita casa —mencionó el hombre, su acento exótico era inconfundible. Se trataba del Maestre Grand—. ¡Síganme! ¡Un incendio se ha esparcido por los pisos superiores, no es seguro volver arriba!
Adenia le contempló extrañada. Grand tomó la delantera y haciendo uso de la misteriosa vela negra que sostenía en sus manos imploró un conjuro abrasador. Un manto de fuego fatuo entiznó las raíces. La planta se retorció en el aire y con toscos movimientos se elevó, descubriendo el camino. El Maestre no perdió tiempo, fue el primero en transitar la ruta, los niños con algunas dudas le siguieron. Arrulló las paredes el soplido del viento.

Una vez alcanzado ese punto ya no había retorno. La casa torcida perecía ante las llamas, los retratos perdían todo encanto al roce del calor, las vigas de los techos se desplomaban en bulliciosas salpicaduras ardientes, se quebraban las paredes y toda parafernalia se fundía en el abrazo del fuego.

—Las explicaciones quedarán para luego, señorita Ethel —dijo el Maestre, conocía la personalidad curiosa e imperativa de la niña.
Adenia se encogió de hombros.
Una entrada iluminada se volvió visible al paso de los minutos, se trataba del Jardín de las Almas Petrificadas. La descripción era justo como se plasmaba en las páginas del diario: el vaho cálido proveniente del interior, el par de columnas torcidas que anunciaban el arribo, la contrapuerta de madera negra siempre abierta, los pisos de esmerado mármol carmesí que reflejaban los detalles de los elevados techos redondos, pero lo más importante, la perfecta anatomía de las estatuas que descansaban en el interior: viejos amigos, conocidos, sirvientes, hijos, todos convertidos en piedra, ocultos entre farolillos y entre alguna que otra planta. Se trataba de un huerto de estatuas, un sepelio. Un quejido leve ambientaba —una melodía lastimera—.
Buttons, abatido por tantos detalles, contempló el haz de luz focal que caía sobre el centro de la habitación. A medida que se adentraba en el lugar experimentaba con mayor intensidad una sensación extraña. Sujetó en su puño el amuleto.
—¡Es el escribano! —le susurró Adenia al pasar justo por al lado de una de las estatuas. Una mueca de horror le cortó el rostro— ¡También veo al bibliotecario!
Richard no prestó atención a las palabras de la niña, algo más había captado su atención provocando que todo parlamento se perdiese en el viento. En el caminar lento del maestre Grand radicaba la sospecha.
—Más adelante hay una salida —mencionó el Maestre de súbito—. Una escalerilla oculta que conecta con el invernadero.
—No conozco de ninguna entrada secreta en el invernadero —reprochó Adenia—. Ya la hubiera notado antes.
—Señorita Ethel, es normal que se le escapen algunos detalles.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora