Horas antes, en lo más profundo de la residencia, donde el silencio formaba parte de la decoración, Verner aguardaba meditativo junto a la condesa de Listón Mayor. Por su mente circulaban pensamientos pesimistas y acongojantes, la clase de preocupaciones que ponían en duda la cordura de un hombre. El cabecilla de los Aberleen no dudaba de la veracidad de lo vivido, sabía a ciencia cierta que en la casa torcida lo inesperado comenzaba a formar parte de la cotidianidad. El pacto que protegía a su familia había sido quebrado tras la llegada de Richard Buttons, justo como le fue informado en su última visita a la Sala de los Advenimientos. Verner sólo podía intuir lo peor, las profecías se volvían realidad.
Así lo confirmó al ver al hombre desfallecido en el interior de la nueva sala, apenas una chimenea tiznada le acompañaba. «¡Debo estar soñando!». El señor Aberleen se pellizcó varias veces el antebrazo en el intento de despertar de la pesadilla, pero la escena no era parte de ninguna ensoñación. Verner había visto renacer a su hermano, ¿tal vez del fuego?, él no lo podía asegurar, pero la mansión se mostraba inquieta y cambiante.
«Del fuego volverá a resurgir». El propietario recordó aquellas palabras y el vapor flotando en el ambiente. La casona había acogido al último inquilino, nada más y nada menos que al pintor encargado de inmortalizar las almas de los dignos y de los no merecedores, el hermano menor de la familia, Argento Aberleen.En el interior del pequeño despacho, el fuego de la chimenea amenizaba el ambiente. Verner no mencionó palabra por un buen rato, en cambio agarró una botella de whisky que reposaba sobre el escritorio y sirvió otra ronda de la bebida.
—Ya ha amanecido —mencionó Zelma al notar la claridad que se colaba por uno de los ventanales. Apenas un resplandor pálido que golpeaba el cristal. Después de beber el contenido, colocó el vaso sobre el escritorio. El vidrio reflejó el rojo de las llamas.
Verner tomó la delantera al abandonar el despacho. La condesa le siguió, rumbo a los pasillos.
—Han encendido los candelabros —dijo Verner con cierto desgano observando su reloj de bolsillo—. Dentro de poco servirán el desayuno. Debería comer para recuperar fuerzas.
—Algo le preocupa. Se mostraba inquieto en medio de la noche.
—Todo me preocupa —confirmó él—. No me caben dudas de que un nuevo retrato surgirá de las manos de Argento, él nunca ha sido portador de buenas noticias. Siempre tuvo cierta fascinación por la historia de la familia. Además, también me resulta insólito la página de diario que encontré junto a su cuerpo, la fecha en el papel no tiene sentido, se adelanta a nuestro tiempo —hizo una pausa— ¡Tenemos que buscar una forma de abandonar la mansión!
—Debería estar acostumbrada a lo inesperado, pero no puedo negar que la situación me sorprende tanto como a usted. De esta casa brotan energías muy extrañas, trastornadas —la condesa mantuvo firme la mirada al frente—. ¡La reaparición de su hermano va en contra de las leyes de la naturaleza! ¡Y sin embargo!, lleva horas dormido en la habitación. Quizás deberías alegrarte.
—¿Alegrarme? Él ha vuelto de un lugar desde donde no existe retorno, ha resurgido de las llamas. No debimos quitarle el ojo de encima, ni confiarle a Fringle su custodia. No creo que Argento duerma a estas horas de la mañana.
—Además, si tanto desea marcharse de la estancia, ¿por qué no lo hace?
Al arribar al final del corredor, ambos tomaron el camino de la derecha.
—Me acaba de confirmar que ha notado la corriente que acuna a estas paredes. La magnífica mansión Suspiria —abrió los brazos con cierta ironía y arrepentimiento—, fue fundada sobre una poderosa línea ley que condensa la energía a su antojo. Aunque intente atravesar la verja de la entrada volveré a aparecer, por arte de magia, dentro de esta casona del demonio.
La condesa prefirió callar.
—No puedo marcharme, y tal vez usted tampoco —Verner clavó su mirada en el rostro de la mujer—. Estamos anclados para la eternidad a este sitio, cumpliendo una condena impuesta por nuestros antepasados. No hay salida.
—¡Debe de ser una broma! —Río ella incrédula— ¿Intenta tomarme el pelo? Las puertas están abiertas, el viento corre libre. Llegué aquí por mi propia voluntad y podré largarme cuando lo desee.
—No —respondió de forma rotunda el hombre—. Fue atraída por la casa porque ella quería algo de usted. Nada se debe a las casualidades ¿No lo nota? ¿No es suficiente prueba lo que acaba de vivir esta noche?
La condesa meditó ante el palabrerío del señor Aberleen. Comenzaba a perder la calma.
Descendieron por la escalera, rumbo a la planta baja de la casona.
—Sé que no me quiere creer, lo percibo en su mirada, aunque hay algo que le dice que no son invenciones mías. Usted es una fanática de lo paranormal —insistió Verner.
—Está en lo cierto, lo soy —balbuceó—. Pero cambiando de asunto, han pasado varias horas desde los acontecimientos y aún no me ha comentado sobre su búsqueda.
Verner detuvo su paso y exhaló un profundo suspiro. La condesa estaba en lo cierto, los pies adoloridos le indicaban que era tiempo de desistir de la incesante búsqueda; nada más parecía estar fuera de lo usual: las paredes seguían tan grises como de costumbre. El mandamás reflexionó por un instante, pero un nuevo giro en los acontecimientos le hizo retornar al estado de espanto.
Un cántico indistinto surgió desde las paredes y llegó hasta los oídos del hombre. Las sombras conspiraron y una imperceptible humareda negra comenzó a nacer desde los techos, se movía inquieta.
«¡Argento!» Verner no logró disimular su exaltación, aunque el gesto pasó desapercibido ante los ojos de la condesa. Zelma estaba ensimismada frente a un nuevo retrato. El retrato de Salvattore. Una sobria pintura hiperrealista, en donde los colores azulados y brillantes contrastaban con la hermosa luna llena que posaba detrás de la figura de su amado.
—¡No puede ser! —reaccionó Verner—¡Es su esposo!
Ella guardó mudez e ignoró las palabras del hombre.
—¡Usted vaya a por el conde! —indicó el señor Aberleen en un tono rápido y cortante—¡No queda mucho tiempo! ¡Deben abandonar la casa!
Verner escuchó unos pasos acercarse por el corredor, acompañados de una voz familiar y melodiosa.
—¿Qué sucede? ¡Hace segundos dijo que no había forma de salir de la mansión!
—¡No lo entiende! ¡Al menos debe intentarlo si es que tanto le importa! ¡El conde ha sido arrastrado por usted a esta casa, aún no sé cómo, pero su visita no se encontraba escrita en El libro de las Premoniciones Abstractas!Era cierto, era imposible escapar una vez quedaba sellado el destino dentro de las paredes de la casa torcida. Verner lo tenía claro. La Mansión Suspiria comenzaba a despertar y necesitaba alimentarse. El retrato del conde bajo la luz de la Luna llena, el astro madre, tenía un significado claro, se trataba de una nueva víctima inmortalizada sobre el lienzo. Salvattore era un no merecedor.
—¡Debo encontrar a Argento! —Verner volvió sobre sus pasos— ¡Debo alertar a todos!
●●●
Escaseaba el tiempo y aunque Zelma no tuvo la oportunidad de explicar lo acontecido, Salvattore confiaba ciegamente en su esposa. El semblante de ella fue más que suficiente para comunicar el peligro.
El enorme portón principal les condujo hacia los jardines, en donde una espesa neblina envolvía el entorno. Con un estridente sonido la puerta se cerró tras sus espaldas. Zelma sujetó con un fuerte agarre la mano de su amado, comenzaba a tornarse gélido el tacto del caballero.«Algunos sueños son reflejos sombríos de nuestra realidad, ese punto quebrado en el manto que nos separa de una verdad invisible a nuestra percepción. En ocasiones son un portal hacia lo que creemos desconocido, pero, ¿cómo sabemos que la vida no es un soñar eterno que culmina al despertar?» Serían esos los últimos pensamientos del conde de Listón Mayor.
Quedó engullido por la penumbra el escaso resplandor de la mañana de enero, como si un famélico agujero negro devorara todo a su alrededor. Un abrasador silencio invadió los jardines. A lo lejos, la casona parecía reposar en la quietud como un presagio de tormenta. Las nubes comenzaban a amontonarse encima de la mansión torcida, atraídas por una fuerza sobrenatural. El pasto, bajo las pisadas de la pareja, quedó cubierto por una fina escarcha.
La respiración del conde de Listón Mayor se volvió apresurada y, sin conocer el porqué, una ola de temor inundó sus pulmones. Estaban tan cerca de la salida que podían escuchar los sonidos provenientes de la ciudad como una rara sinfonía de victoria.
«¡Sólo un poco más y estaremos lejos de este sitio infernal!». Pensó Zelma.
Salvattore, en sus cavilaciones delirantes, auguró una faz, una mirada inquietante que le punzó la piel. Notó que se trataba de ella: La Dama del velo negro, que ambulante había escapado del retrato del corredor. Le acompañaban mariposas negras en vuelo, seres nacientes de aguas emponzoñadas. Cerró los ojos con fuerza, deseaba encarecidamente retornar a la tranquilidad. Se proyectó a pocos centímetros del suyo el rostro de la mujer, tan cerca que podía sentir su aliento rozarle. El conde gritó. El lamento rebotó entre los arbustos y su cuerpo se detuvo.
Zelma contempló a su esposo con la mirada perdida por el pánico. La reja principal chirrió ante el agarre de la condesa, se sentía fría al tacto.
—¡Resiste un poco más! —dijo ella, aunque solo le salió un hilillo de voz— ¡Estamos muy cerca de lograrlo!
Él no tuvo tiempo de escapar. Una caricia álgida le estrujó el corazón.
Salvattore quiso alejarse de la casa, ir más allá de los jardines, correr de vuelta a la calle, pero su cuerpo no respondió. Una sensación arenosa se apoderó de sus músculos, ascendiendo desde los pies hasta lo largo de las cinturas. Intentó gritar una vez más, debía cerciorarse de que lo vivido era solo producto de pensamientos febriles, alucinados, pero sus cuerdas vocales, su lengua y su garganta se endurecieron como roca. Tampoco se movieron sus manos. Mientras toda fuerza vital se desvanecía, la piel se petrificaba. Pronto pasaría a ser una estatua más en la decoración del invernadero, el lugar de reposo de los no merecedores.
—¿Por qué? —cuestionó el conde en un último suspiro, luego sus pensamientos volaron hacia la esposa. Temía por ella. Ante su mirada, Zelma siempre sería un ave frágil y brillante.En las afueras de la mansión, el cochero, con su vestimenta azabache, contemplaba la escena. Apenas se inmutó. Descansaba sobre su asiento. Entre sus manos arrugadas sostenía las riendas de los caballos. En su rostro mustio se mantuvo una expresión seria.
Un golpear seco irrumpió el silencio y el sonar del trote de los caballos se adueñó de la calle.
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Richard Buttons y la hora de las mariposas negras
FantasyRichard Buttons llega a la casa de sus padrinos en una noche nublada -un lugar oscuro y cargado de misterios-. Las primeras campanadas del reloj comienzan a despertar los secretos que guardan las paredes. Poco a poco, el niño se ve envuelto en un am...