—¡No! ¡Aún no es el momento!¡Esto es inaudito! —dijo Verner y echó a andar.
Los pasos retumbaron a lo largo del enorme pasillo principal. Dejando a un lado los reclamos y cuchicheos de aquella atípica mañana ascendió por los escalones con una vivacidad inusual. La alfombrilla roja bajo los pies, amortiguaba de buena manera las zancadas encolerizadas del hombre. Bien conocía él los secretos ocultos entre esas paredes, lo recién sucedido no era un buen presagio.
Fringle le siguió de forma tropeloza, deteniéndose de súbito al arribar al descansillo; necesitó de un instante para recuperar el aliento. Luego continuó con la persecución por el corredor.
Verner observó su reloj de bolsillo y luego de reflexionar sobre sus motivaciones continuó su andanza, esta vez, rumbo al pasillo del ala este. A su paso, los cuadros astillados desparramados sobre el suelo y el olor, aún en el aire, a ceniza sagrada que se impregnaba en cada rincón de la morada consolidaban sus preocupaciones.
Una iluminación blanquecina, producto de la escarcha acumulada sobre los cristales, tras las recientes nevadas, dotaba a la galería de un ambiente fantasmagórico. Apenas un débil resplandor que furtivamente se colaba por los ventanales avivaba de forma leve el entorno, brindando a los techos abovedados una inusual lobreguez.
—Señor —acotó el mayordomo e intentó igualarle el paso—. Sé lo que tiene en mente, no creo que sea buena idea. Su familia prometió nunca más volver ahí.
El señor Aberleen se detuvo frente a la entrada más llamativa, al final de la segunda planta, delante de una colosal puerta de dos hojas, custodiada por un par de columnas salomónicas, adosadas a la pared a modo de decoración. Ante él se descubría imponente la Sala de los Advenimientos, un lugar dotado de personalidad propia dentro de la mansión. Un sitio al que jamás pensó volver. La simple idea de atravesar aquella puerta le hastiaba de mala manera, sin embargo, dada la situación era necesario.
Databa de tiempos inmemoriales la construcción de la sala. En una jornada de verano, cuando la casa aún no se alzaba en todo su esplendor y en medio de la agitación provocada por las labores edificantes, la fundadora, acudió al arquitecto más confiable. Nadie más que él conocía, por aquel entonces, las intenciones de la mujer. A los pocos días quedó elaborado el plano de la bóveda, justo como ella solicitaba, un sitio engañoso y bautizado por una energía peculiar.Verner permaneció inmóvil por un instante. Agarró una de las velas que reposaba a un lado. Entreabrió el portón y miró hacia adentro. Solo vio oscuridad. Antes de traspasar el umbral balbuceó una oración ininteligible invocando a la buena fortuna; conocía de la pesadumbre que le aguardaba al otro lado.
—Ni una palabra de esto. A nadie. Es una orden.
Observó al mayordomo. Bastó una mirada para comunicar sus intenciones; no debía seguirle. Una vez se adentró en el místico habitáculo pasó todos los cerrojos. Un vacío gélido lo invadió.El cabecilla de la familia Aberleen palpaba la tensión sobre sus hombros, le comprimía por instantes. Se recostó contra la madera e inhaló una profunda bocanada de aire frío. Se tornó tormentoso el silencio. Abrió y cerró la mano izquierda; una sensación punzante le cortó la piel, recordándole las cicatrices del pasado que escondía debajo de la manga su chaqueta. Resultaba inaudito para él, una persona acostumbrada a guiarse por la pulcritud de las reglas, tener que pasar, a su edad, por una situación semejante, sobre todo, cuando los secretos y perturbaciones que manchaban su existencia se encontraban sellados en el pasado. Pero el destino quiso que Richard Buttons apareciera una noche bajo su dintel.
Sin tiempo que perder Verner alzó el cirio al nivel de su mirada y exhaló una frase que, con todo misticismo, dotó de vida a la flama. De todas las lámparas y candelabros de la saleta brotaron las llamas. La luz descubrió el panorama —de paredes tapizadas con tonos marchitos y techado extremadamente alto— extinguiendo en gran medida a la tumefacta negrura. Amontonados, los muebles polvorientos, estantes y parafernalia atiborraban el espacio creando una abrumadora sensación claustrofóbica. Un sitio que, oculto de las miradas inexpertas, reflejaba los terrores más profundos de quien se aventurara al interior. La verdad solo se revelaba ante aquellos que supiesen ver más allá del miedo.
Verner Aberleen se abrió paso con dificultad, bordeando los obstáculos que se interponían en su camino. Debía llegar al centro de la habitación, mas no sería un recorrido fácil.
Se encontraba atormentado, como si alguna presencia externa quisiese apoderarse de sus pensamientos. Sacudió la cabeza de un lado al otro. Esto no le detuvo. Continuó avanzando.
Giró varias veces, alumbrando con la chispa de la vela en todas las direcciones. Los Espantos, habituales residentes de la sala, abatidos por la claridad, se ocultaron en las esquinas penumbrosas, con sus cuerpos menguados en imperceptibles nubarrones de humo.
En el centro de la saleta y con todo propósito, un viejo espejo de bordes ennegrecidos y gastados permanecía como punto focal, absorbiendo toda la atención.
—Esperaba que aparecieras —un susurro amorfo cortó el aire.
A Verner se le estremeció el cuerpo.
—Puedo sentirlo —mencionó la voz grave tras una profunda inhalación, provenía de la nada, del vacío—. Huelo el pavor que emana de tu cuerpo. Temes por el bienestar de tu familia.
—Teníamos un acuerdo —dijo Verner sin perder la compostura. Un terrible dolor comenzaba a apoderarse de su cuerpo. El rostro del hombre permaneció pétreo sin reflejar ni una mueca de su sufrimiento—, esto no debía suceder ¿Por qué ahora? ¡Necesito respuestas!
Mas la voz prefirió la mudez.
—¡Contéstame! —inquirió el hombre.
Verner observó con un mohín serio por sobre sus hombros, a la par que una especie de cántico comenzó a surgir de las paredes. Varias huellas marcaron la superficie de los muros, parecían batallar por su nacimiento. Devolvió la vista al frente. Líneas blanquecinas quedaron talladas sobre el suelo, se entrelazaban unas con otras formando un minucioso y complicado diseño.
No era la primera vez que el señor Aberleen escuchaba esa melodía infernal e indescifrable, sin embargo, siempre le causaba la misma sensación de angustia. El quejido de mil almas retorciéndose en interminable agonía invadió el ambiente.
A medida que se acercaba al espejo se incrementaba su pánico como alimento para las sombras. Sostuvo con fuerza la vela.
—La casa ha cambiado de idea —volvió a escucharse el balbuceo—, presiente la amenaza, ha comenzado a despertar y esta vez ha sido tu culpa ¿Sientes remordimiento ahora?
—¡No! Esto no era parte del trato —reprochó Verner perturbado, evitando la reciente pregunta.
—Sabías que esto pasaría si rompías las reglas. No debiste tentar a la suerte al dejar entrar a ese mocoso.
Mostrando en el rostro deformaciones, su propia imagen asomó al espejo. Vestía de traje y sombrero y parecía contar con voluntad propia. Sedujo a Verner con una mirada penetrante. Atravesó el cristal una raquítica mano, de dedos largos y huesudos. «Un espectro». El jefe de familia bien sabía que no debía sucumbir ante la visión, aun así, la entidad oculta que vagaba dentro del espejo, haría su mayor esfuerzo por atraerle hacia el mundo de las ánimas errantes.
Verner aguardó. No movió ni un músculo, resistiéndose a los cánticos y a su propio reflejo.
—Barón, he acudido a ti en busca de respuestas ¡Dime qué debo hacer! —le llamó por su nombre en tono firme— ¡Ahora!
El espectro del espejo no pronunció palabra alguna. Emanaba de su cuerpo cierto hedor. Su alma había quedado corrompida por la energía que guardaba la habitación.
—¡Teníamos un pacto! —continuó Verner— La casa debía permanecer dormida mientras buscábamos una forma de salir de aquí. Mi familia permanecería a salvo. ¡Así ha sido siempre!
—Ese no fue el arreglo que hicieron vuestros ancestros ¿Ya has olvidado que todo tiene un costo?
—¿Un costo? ¿Te refieres a un sacrificio?
—Las cenizas alguna vez temieron arder, pero del fuego resurgirán, es inevitable —respondió finalmente el ser del espejo—. Las horas quedarán selladas una vez que arribe el último inquilino. Él ansía volver a este mundo desesperadamente.
—¿Último inquilino?
Verner era consciente de lo que representaba la súbita caída de los retratos, el aullar de los fuertes vientos, los susurros en las noches y las extrañas presencias merodeando la casona. Ya había ocurrido antes, en el pasado, justo en la víspera del nacimiento de Richard Buttons.
No se trataba de meros acontecimientos del azar los infortunios acaecidos esa mañana, de lo contrario el hombre no hubiese acudido a tan desdichado lugar en busca de una negociación. La hora de las mariposas negras se había adelantado, podía escuchar los revoloteos despertando.No hubo respuestas contundentes. El reflejo, con un gesto osco, dejó al descubierto un libro deteriorado, su única posesión. Una de las reliquias de los antepasados. Verner dudó por un segundo. Sabía que se trataba de uno de los dos ejemplares que componían la historia de los parajes de la casa, una pieza invaluable y cargada de misticismo.
«El Libro de las Premoniciones Abstractas». Interiorizó el hombre, las letras plasmadas en el texto siempre acertaban. Escrito, en un inicio, en las noches más tormentosas de un año bisiesto, noches en donde la Luna no alumbró ni una sola vez el cielo. Entre aquellas páginas, los textos servían de oráculo para aquel que buscase respuestas. Nunca supo Verner sobre el origen del libro, tampoco le interesaba en ese punto de su vida. Las cicatrices en su cuerpo eran la cortesía de su curiosidad juvenil. Podía sentir el ardor, el recuerdo de su mano atrapada en el interior del espejo nunca desaparecería del todo, el Barón era un ser engañoso.
Verner colocó la vela a un lado, sobre uno de los muebles, a riesgo de ser asediado por las sombras. Terminó agarrando el grimorio, impulsado por la necesidad de hallar una respuesta.
Desconfió antes de apartar la mirada del reflejo. Luego ojeó receloso y con prisas entre las páginas.
—¡Por el maldito infierno! —clamó.
Su sorpresa fue inmensa al notar la falta de las primeras hojas. «¡Han sido arrancadas!» Dedujo. Alguien, había irrumpido con anterioridad en la Sala de los Advenimientos, profanando los textos. Eso dejaba al señor Aberleen con una nueva interrogante, aumentando así su preocupación.
«Todo lo que acontecía en la casa debía ser de su conocimiento», esas eran las reglas.
Cesaron de súbito los cánticos, y el libro, sorpresivamente, quedó envuelto en llamas. Todas las velas y lámparas de aceite ardieron fervientes, inundando la habitación de un resplandor avivado; luego la lumbre se extinguió.
Los objetos, apilados sobre los estantes comenzaron a caer, provocando fuertes estruendos. Verner temió por su vida.Fringle, por su parte, impacientado por la tardanza del señor Aberleen, se aproximó a la puerta. Colocó su oreja sobre la madera, aunque no logró escuchar ni el más mínimo sonido proveniente del interior.
—Señor —llamó dando golpecillos en el portón. No obtuvo respuesta—. Señor, ¿está todo bien ahí dentro?El cabecilla de los Aberleen no tuvo otra opción que retroceder. Corrió con todas sus fuerzas rumbo a la entrada, siendo golpeado por varios objetos en caída. Agarró con fuerza el picaporte y liberó los cerrojos, dejando penetrar una corriente de aire helado.
La reliquia quedó atrás, siendo consumida por el fuego fatuo.
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Richard Buttons y la hora de las mariposas negras
FantasyRichard Buttons llega a la casa de sus padrinos en una noche nublada -un lugar oscuro y cargado de misterios-. Las primeras campanadas del reloj comienzan a despertar los secretos que guardan las paredes. Poco a poco, el niño se ve envuelto en un am...