Capítulo 24: El Baile de la Primavera Roja (I)

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Los vientos cálidos del sur mecieron con suavidad las hojas de los arbustos. El primer trinar del decimoquinto día del mes indicó la esperada fecha. Olorosos ramilletes ambientaban la casa y trabajados ornamentos dotaron al lugar de una belleza despampanante.
La comida y la bebida poblaron las largas mesas y un aroma gustoso se desplegó por la estancia. También asumieron sus obligaciones los sirvientes, algunos recibirían a los invitados, otros deambularían entre los presentes con bandejas cargadas de delicias entre sus manos. Música suave brotaba de los rincones. Pronto, los escupe fuego, líderes del entretenimiento, comenzaron a arrojar sus llamaradas al aire.
Con su chirriar los insectos marcaron el comienzo de la noche y una enorme luna llena se abrió paso entre las nubes del cielo. Finalmente daría comienzo el Baile de la Primavera Roja.

Fringle caminó hasta la puerta principal de la casona. Sobre el rostro llevaba una media máscara de color gris que combinaba de forma elegante con su esmerado traje negro. Esa era la única regla del baile, no se podía mostrar la faz.
Tras la milagrosa apertura de las puertas de la casa torcida, los invitados, personas de todas partes de la ciudad y de lugares aún más lejanos, se abalanzaron hacia la construcción como una jauría atraída por la curiosidad. El recibidor quedó atestado y el bullicio marcó el comienzo. Prometía ser todo un éxito el evento.
—¿Nervioso, Richard Buttons? —Agatha sonrió resplandeciente, un gesto capaz de desarmar a cualquiera. Agarró la mano del niño, luego descendieron por la escalera, rumbo a la gran celebración.
La joven lucía un hermoso vestido azulado que resaltaba la textura nívea de su piel; sobre su cara había una mascarilla bordada de color perlado.
Mildred, quien avanzaba por la escalinata en manos de su marido, realizó un enorme esfuerzo por mostrar una alegría genuina. Era una noche significativa.
Richard también se veía elegante con su antifaz negro, aunque la mirada de desaprobación de Trude Aberleen y del primo segundo, Roland Webber, indicaban lo contrario. Tal vez ambos obraban mecidos por los celos y el reproche.
A los pies de la escalera, Argento Aberleen, dialogaba de forma amena con la pequeña Adenia. La niña lucía radiante. Richard se aproximó a ella.
Argento tras una mínima excusa, avanzó con aire despreocupado, hacia el centro del salón. Se acomodó el sombrero oscuro de copa alta sobre la cabeza. Carraspeó la garganta ruidosamente y la música quedó pausada. Los presentes miraron en su dirección. El discurso de bienvenida estaba a punto de comenzar.

La condesa Zelma no lograba apartar la vista de una vieja fotografía familiar que cargaba consigo. Una instantánea color sepia, tomada en su niñez. Recordó el calor del sol de aquella tarde de verano, su madre le pidió posar junto a ella ante la cámara. Entonces el colgante aún resplandecía en cuello de Amelie, su abuela.
Se sentía abrumada por todo lo que acontecía en la casona y había preferido quedarse en la quietud de la habitación, sin embargo, las paredes le sofocaban con el recuerdo de Salvattore.
Con un movimiento rápido de cabeza desechó los pensamientos de su mente y sin cavilarlo se aventuró hacia los pasillos. Resonaba a lo lejos la melodía apresurada de un violonchelo. A Zelma poco le importaban los eventos sociales. El colgante representaba un enigma por resolver, el misterio de su pasado. 
Se notó acongojada por un instante ante la presencia de los visitantes, le hicieron recordar que ella tampoco pertenecía allí. Con tanto revuelo el motivo de su estadía había pasado a segundo plano, lo cierto es que los asuntos de la universidad ya no le eran relevantes.
Sintió un peso descomunal caerle sobre los hombros, el mareo llegó después. Necesitó de un minuto para recobrar la compostura, la pared le sirvió de apoyo. Parecía como si un denso sueño intentase bajarle los parpados.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó un anciano servicial que acudió a su auxilio— ¿Sucede algo? —el Prefecto sonó falsamente alarmado.
Zelma se limitó a realizar un gesto vago con su mano y continuó su andar dejando las interrogantes sin respuesta. Respiró profundamente. Se trataba de la casa, las energías revoloteaban más intranquilas de lo normal en esa jornada.
—Conozco las respuestas —el viento trajo consigo un seseo. La condesa de Listón Mayor inspeccionó, dando giros lentos, los alrededores, pero solo recorrían el lugar los soplidos.
«¿Las respuestas?» Pensó ella.
En un momento de descuido, la visión de un camino de pétalos rojos surgió bajo sus pies. Sujetó el colgante con un fuerte agarre y lo acercó más a su pecho. Algo le decía que el sendero trazado le guiaría hacia las mencionadas respuestas. Se dejó llevar por la ensoñación.
Una maciza puerta de exquisito acabado le cortó el paso. La abrió sin sospechar el destino. La madera rechinó.

El suspenso se volvió palpable en el ambiente. Todo estaba muy desordenado. La larga línea de cuadros y retratos creaba una atmósfera inquietante. Se hallaban por todas partes, apilados en las esquinas. Sobre los caballetes reposaban lienzos aún sin terminar, de rostros difusos y expresiones perdidas, retorcidas en ahogados gritos. Salpicaduras de colores abrasantes reflejaban la histeria del creador. Zelma reconoció a algunos inquilinos en las pinturas.
Se trataba del estudio del pintor, un sitio de acceso prohibido para los convivientes. En el fondo, garabateado en letras negras por la mano del propio Argento Aberleen se leía otro nombre: La Habitación del Remordimiento. Ahí había surgido cada retrato que decoraba los corredores, reflejo de los habitantes desvanecidos en el olvido. También nació allí la efigie de la Dama del velo negro, una de las primeras de la colección, de pinceladas rápidas, pero a la vez esmeradas. Argento se dedicó día y noche, de forma incansable y casi obsesionada, a plasmar la belleza peculiar de la mujer. Él la contemplaba en su merodear diario, el rostro de la ambulante, humedecido por las lágrimas, le sirvió de inspiración. Aquella a quien llamaban Maman tampoco faltaba en el registro de tonos lánguidos, sus cabellos ondulados y decorados con florecillas silvestres dotaban a su fisonomía de un aire distintivo. Sobre su rostro varias manchas pálidas creaban una especie de máscara que combinaba con los ropajes blancos que vestían su piel.
Con un palpitar vago la ensoñación dotó a las estampas de una vida aparente. Ahora balbuceaban sinsentidos, palabras vacías pronunciadas al unísono. Zelma cubrió sus oídos, mas no detuvo su andar hacia el interior de la sala.
—¡Basta! —dijo débilmente— ¡Silencio! 
Desde los cuadros el susurro ganó fuerzas. Un estrecho corredor se abrió paso a un costado de la galería principal del estudio, terminaba en una diminuta saleta rectangular que compartía el mismo tapizado esplendoroso de las paredes. Ahí descansaba, sobre un pedestal esculpido en mármol pálido, en el interior de una delicada jaulilla de cristal, una rosa negra marchita. La peculiar flor, una de las reliquias de la casona, representaba la esperanza desvanecida de las almas. Traída como obsequio por un comerciante amistoso desde una lejana aldea en Turquía llamada Halfeti. Zelma introdujo su mano con facilidad y la tomó con los dedos.
Una campanada tensó el aire y la rosa entre las manos de la mujer quedó desecha en hollín. El polvo se escurrió de entre sus dedos, y al tocar el suelo, una mancha negruzca nació.
La luz vio su sepelio y un cambio rápido atrajo a una inquebrantable oscuridad. Se olisqueó diferente el viento. Alguien más habitó el espacio. Solo se escuchó la respiración de la condesa. Zelma retrocedió con prisas por el angosto pasillo. La galería del artista le cerró el paso.
Imponiendo su dominio, una franja clara brilló y una figura femenina quedó al descubierto. La Dama alzó su velo, desenmascarado su rostro y varias mariposas negras germinaron de sus cabellos oscuros. Bajo las pisadas de la condesa el sonido acuoso indicaba la tragedia. Ella contempló su imagen reflejada en el charco negro.
Mantuvo la calma por un instante. Un peculiar destello apaciguó el mirar de la Dama.
—¡Amelie! —sollozó la aparición dando un paso hacia atrás al notar el colgante. Sus palabras retronaron alteradas.
—¡No! —negó Zelma despavorida— ¡No soy ella! ¡Amelie era mi abuela!
—¡Largo de esta casa! —bramó la Dama del velo negro— ¡Lárgate!
Zelma tembló del miedo, aun así, no cedió.
—Freda —pronunció la aristócrata, las palabras afloraron temblorosas—, creo que es tu nombre —hizo una pausa. Mantuvo la mirada fija y con suavidad sujetó la joya de su cuello—. El dije te pertenecía, ¿no es cierto? Se lo obsequiaste a mi abuela cuando la diste en adopción.
Se mantuvo el mutismo.
—Ahora entiendo las razones por las que llegué a esta casa —continuó—. Dentro de estas paredes habita un pedazo de mi historia. Mi abuela añoraba conocerte.
Por un momento la dama pareció sonreír, pero al pasar los minutos la expresión vacía volvió a su rostro.
—¡Largo de esta casa! —el gritó lastimero estremeció las paredes.

Con una sacudida brusca los cuadros cayeron al suelo. Quedaron bautizados por la ponzoña ennegrecida. Zelma intentó moverse, pero sus pies no se desarraigaron del suelo. El líquido gélido le abrazó los tobillos. De forma inexplicable el piso se abrió bajo sus pies, el fluido carmesí, avivada y burbujeante, la absorbió, sumergiéndola en sus fauces.
Sin mostrar resistencia, la Dama del velo negro también sucumbió ante el líquido. Parecía aceptar la paz durante el descenso en aquellas aguas, un sentimiento que codiciaba desde un largo tiempo.
Zelma braceó con ahínco, pero el cansancio le ganó la batalla.
—Pensé que la distancia los mantendría a salvo. Nunca debiste entrar a la mansión Suspiria —escuchó la aristócrata por un instante—. Ningunos de ustedes debió hacerlo.

En el corredor, el retrato de la Dama del velo negro perdió todo color, quedando desecho en manchas negruzcas y borroneadas.

Richard Buttons y la hora de las mariposas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora