Capítulo 34: Hiedra

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El palacio de los dragones del desierto era más grande que nada que Hiedra había visto nunca: más grande que toda la área cubierta por las ruinas de la aldea antigua, más grande que todos los túneles y las habitaciones subterráneas de Valentía combinados.

SURGÍA. Esa fue una palabra que Narcisa siempre había encontrado graciosa, pero era perfecta para lo que este palacio estaba haciendo. SURGÍA de la arena en la luz de las lunas como si estuviera planeando aplastar a cualquier humano cercano bajo sus grandes garras.

—Se ve diferente —Piedra dijo. Habían parado los caballos sobre una duna, bastante lejos para que, con suerte, se camuflarían con los cactos si algún dragón los viera desde las torres.

Además, los caballos se negaron a seguir adelante. Incluso Hiedra podía oler el fuego de dragón y el aroma cobreño de la sangre; este hizo que los caballos se acobardaran y patearan. Ella se bajó deslizando y ayudó a su tío a atarlos a un cactus alto con muchos brazos.

—¿Diferente cómo? —Hoja le preguntó.

—De la última vez que estuve aquí —Piedra dijo. Indicó el palacio con una inclinación de la cabeza—. Hay otro muro ahora. Más grande, más alto. Supongo que eso es exactamente por qué lo construyeron: para mantenernos fuera si intentáramos regresar.

—Eso parece justo —Hiedra dijo—. Construimos más defensas contra ellos todo del tiempo. Y sí mataste a su reina.

«Tú, no mi papá». Eso aún le sentía raro, como si su mente no pudiera caber a nadie más en la palabra «Matadragones».

Ella deseaba que aún tuviera el tesoro. El plan era colarse en el palacio, pero si se atraparan, le habría gustado tener algo más para ofrecer a los dragones. Algo para distraerles de la idea atractiva de devorarlos todos.

—Así que ¿cómo vamos a entrar? —Hoja preguntó. Estaba mirando a Hiedra, pero Piedra le contestó.

—Entraré solo —dijo, sacando la larga cadena negra plateada de su bolsillo—. Con esta. —La puso sobre su cuello y desapareció.

—Oh no, nada de eso —Hiedra dijo, abalanzándose sobre el sitio donde él había estado. Ella chocó contra algo pesado y calentito que dijo «¡uf!» y se cayó.

—Hiedra, QUÍTATE de encima —Piedra gruñó.

—Quita esa primero —dijo ella—. Para que no puedas escapar.

—De acuerdo, de acuerdo. —Reapareció, llevando la cadena en su puño. Hiedra se puso de pie pero se mantuvo cerca de él.

—No puedes entrar solo —dijo ella.

—¿Por qué no? —él exigió saber.

—Porque ¡queremos ir contigo! —Hiedra dijo. ¡No iba a acercarse tanto a una madriguera de dragones sin entrar!

—Y porque podemos ayudarle —Hoja añadió.

«Eso también». —Además, puede que encontremos a Rosa y tú pases algo por alto —ella añadió.

—Puedo registrar un gigantesco palacio igual de bien que ustedes —Piedra dijo—. Mejor, ya que hay uno de mí, puedo estar callado (a diferencia de tí) y estoy invisible.

—Si entras allí solo e invisible —Hiedra dijo—, te vamos a seguir, juntos y visibles.

Piedra movía la mandíbula en silencio por un momento—. No —dijo, y se inclinó hacia adelante para colocar la cadena brillante sobre el cuello de Hiedra. Ella bajó la mirada sorprendida y vio que se había desvanecido. Podía ver a través de sus pies hasta la arena abajo.

Alas de Fuego Leyendas #2: MatadragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora